En el artículo del 10 de julio abordábamos la problemática de la Globalización mostrando cómo el actual modelo de crecimiento económico ha llevado –entre otros graves efectos- a que se incrementen progresivamente las desigualdades socioeconómicas y a que se superen los límites ambientales y ecológicos del Planeta, poniendo en cuestión la sostenibilidad ética del modelo y su sostenibilidad ambiental; y, sobre todo, mostrando su falta de solidaridad con las generaciones futuras en los citados aspectos socioeconómicos y ambientales, entre otros.
En este artículo abordamos específicamente las consecuencias del modelo globalizado de crecimiento capitalista ligado a la sociedad de consumo sobre las desigualdades socioeconómicas, centrándonos en algunas de las principales líneas de actuación que, desde la academia, se proponen para combatir dichas desigualdades; y ello, considerando estas tanto desde el punto de vista de la renta y de la riqueza, como desde el punto de vista de las discriminaciones asociadas al género, raza, religión o, de una manera más amplia, a la falta de igualdad de oportunidades por motivos de educación, sanidad, empleos, salarios dignos, seguridad social, libertad sexual, etc., en línea con lo que Amartya Sen, en 1992, señalaba en su libro “Inequality Reexamined” (Cambridge, 1992) estableciendo finalmente que el objetivo de la igualdad debía ser: el asegurar el potencial para que el ser humano realice todas sus capacidades, tanto desde las posibilidades de tener un acceso asegurado a la educación y a la formación, como desde las de acceder a unas condiciones de vida que le doten de una adecuada esperanza de vida. Objetivo muy alejado de la situación actual, donde, por ejemplo, la probabilidad de supervivencia a los 5 años es el doble para los que nacen entre el quinto de la población más rica, que para los que nacen entre el quinto más pobre del mundo, según las últimas cifras proporcionadas por el Índice de Desarrollo Humano (IDH-2016) de Naciones Unidas, que se centra –fundamentalmente, aunque no sólo- en las dimensiones de la esperanza de vida, la educación y la renta, aspectos todos ellos donde las diferencias entre países y entre ciudadanos de un mismo país son muy notables.
Adicionalmente a los Informes anuales de Naciones Unidas sobre este Índice de Desarrollo Humano, que poco a poco ha ido incorporando aspectos asociados a la desigualdad de género, a las condiciones ambientales o a los distintos factores que inciden en el bienestar diferenciado de la población de los distintos países, hay que señalar que el estudio de las desigualdades está siendo objeto de creciente preocupación por su incidencia en la sociedad actual. Algunas de las aportaciones de los autores que tradicionalmente han tratado el tema en los últimos años, ya han sido objeto de comentario en esta sección de Políticas de la Tierra (Piketty, T.; Saez, E.; Stiglitz, J.; Atkinson, A.; Heckman, J.; Bourgignon, F.; Morrison, C.; Therborn, G, o Sen, A.). Hoy, en particular, nos vamos a referir a las aportaciones de Therborn[1] y a los trabajos de Branko Milanovic -particularmente el último de ellos[2]– analizado y criticado por Therborn en el artículo citado.
En este trabajo, Milanovic utiliza microdatos provenientes de encuestas diversas realizadas con metodologías también diversas en los hogares de cada país, al igual que ya había hecho en trabajos anteriores. Con esta técnica demostró el incremento de la desigualdad en Europa del Este con la restauración del capitalismo en la región[3] y más tarde[4] mostraba que la desigualdad entre los diferentes países del mundo, en términos de PIB per cápita, permaneció básicamente estable entre 1950 y 1980, para luego aumentar de forma pronunciada entre 1980 y 1995, permaneciendo después estable (con elevados niveles de desigualdad) hasta principios del nuevo siglo. Pero si se pondera la renta per cápita por la población de cada país, la importancia demográfica de China e India y sus altas tasas de crecimiento del PIB desde 1950 (entre 1950 y 1973, esas tasas fueron del 4,9% para China y del 3,5% para la India) llevaban a que la desigualdad global entre la media de las personas de cada país pueda estimarse que lleva cayendo desde que se dispone de datos, en 1952. Lo que no quería decir que la media de cada país sea un dato relevante de las desigualdades existentes en el mismo, ni que, por lo tanto, la anterior afirmación pueda considerarse indiscutible en términos de medida de la desigualdad entre las personas.
Atendiendo a las encuestas sobre hogares nacionales disponibles en el Banco Mundial, Milanovic observa grandes cambios que llevan a que los hogares chinos más ricos puedan situarse en el percentil de los más ricos del mundo, mientras que los ingresos de los trabajadores de los países desarrollados quedan, en general, en los percentiles del entorno del 20 por 100 más rico del mundo. Para llegar a sus resultados hace discutibles simplificaciones y adaptaciones necesarias para homogeneizar encuestas familiares con metodologías muy diferentes y de fiabilidad escasamente comparable. Así, obvia que, en términos generales, el consumo se distribuye mucho más homogéneamente en la escala social que la renta, debido al factor ahorro en el extremo superior de dicha escala, y al factor del endeudamiento en el inferior; establece equivalencias monetarias en términos de paridad de poder adquisitivo claramente discutibles; y asume muestreos en los que los niveles más altos de renta quedan sistemáticamente infrarrepresentados. Por lo que esa mezcla final de encuestas sobre renta y consumo genera dudas sobre sus resultados finales en cuanto al nivel de desigualdad global que reporta Milanovic, que sitúa en un coeficiente Gini de 67 para el año 2011 (ajustado al 73-76 para dar cuenta de la normal minusvaloración de las rentas más altas). Los resultados en cuanto a la variación de la distribución de la renta de los hogares del mundo por percentiles, entre 1988 y 2011, se aprecian en la Figura siguiente extraída del artículo de Thornen, y sobre la hay que tener en cuenta las restricciones antes señaladas, cuyo enunciado es imprescindible en esta época de la “posverdad” donde cualquier imperfección técnica (en el calentamiento global, en la medida de las desigualdades, en el previsible colapso ecológico, etc.) es utilizada para contrarrestar los datos “proxy-reales” con percepciones manipuladas y falsas.
Como apreciamos en la Figura, los incrementos relativos en la renta real entre 1988 y 2011 para cada percentil de la población global, es máxima en los percentiles 50 y 60, que recogen la «emergente clase media» de China, India, Tailandia, Vietnam e Indonesia. Sus ingresos se han incrementado por encima de un 70% desde finales de la década de 1980, si bien, tal y como señala Milanovic, «como todavía siguen siendo relativamente pobres en comparación con las clases medias occidentales, no debemos asignar al término el mismo estatus de clase media (en términos de renta y educación) que tendemos a asociar con las clases medias en los países ricos». Los otros ganadores son el 1% más rico, cuyos ingresos se han incrementado en un 65%; de ellos, la mitad son estadounidenses –de hecho, los situados en el 12 por 100 más rico de Estados Unidos están todos ellos dentro de la franja del 1% más rico en el mundo– y del resto la mayor parte está en Europa Occidental, Japón y Oceanía. Los grandes perdedores se sitúan en el percentil 80 de la población global, que recoge a familias más ricas que las clases medias emergentes asiáticas, y que se corresponden con las clases medias y clases medias bajas estadounidenses, europeas y japonesas.
Milanovic nos muestra también los incrementos absolutos en la renta real verificados durante el mismo periodo, destacando que el 60% de dicho incremento fue a parar a manos del 5 por 100 más rico del mundo; y que, de nuevo, los hogares de clase trabajadora de los países capitalistas avanzados han salido relativamente muy mal parados. Todo lo cual explica la base económica del optimismo asociado a la globalización de los países asiáticos emergentes, y también el descontento de las clases medias registrado en Europa y Estados Unidos y, en todo caso, la satisfacción con esta dinámica globalizadora por parte de la población mundial más rica.
A lo largo del siglo XX la desigualdad ha seguido tendencias diferenciadas en distintos períodos. Como vimos en su momento en esta misma sección, Piketty (“El capital en el siglo XXI”. Madrid, 2014) señalaba que la destrucción de activos en las dos guerras mundiales disminuyó la desigualdad, aunque hay pocas dudas sobre que la razón más importante para explicar la caída global de la desigualdad en los países desarrollados, fueron, fundamentalmente, las luchas de los trabajadores políticamente organizados y la existencia de una potencial alternativa socialista representada por la dinámica de países como la URSS o China. Pero, como demuestra Milanovic, en el mismo periodo las desigualdades entre países ricos y pobres llegó a niveles máximos, superando los ingresos de muchos trabajadores de los países capitalistas desarrollados los de las clases medias y medias altas de Asia y África. Y, como ejemplo, señala que, en 1970, el momento álgido de la desigualdad entre naciones, el PIB per cápita de Estados Unidos en dólares internacionales era veinte veces el de China; pero ha pasado, en la actualidad, a del orden de cuatro veces.
Al mismo tiempo, Milanovic también señala que las desigualdades económicas registradas en el interior de los países comenzaron a repuntar otra vez, especialmente en Occidente, a medida que los servicios reemplazaban las manufacturas, los salarios medios se estancaban, los trabajadores perdían fuerza sindical y política y, en paralelo, las rentas altas y los beneficios y los rendimientos del capital especulativo se disparaban. Adicionalmente, muestra que con los datos de 2011 que utiliza, estas tendencias continuaron y se aceleraron durante la crisis financiera y la Gran Recesión del mundo atlántico, fortaleciendo el desplazamiento del dinamismo económico hacia Asia.
Cara al futuro, Milanovic considera que continuará la convergencia global de la renta per cápita entre países, como también se recoge en el último Informe de Desarrollo Humano del PNUD para 2016, teniendo un papel fundamental en esa convergencia Asia. No obstante, la convergencia seguirá siendo más desigual en otras regiones, particularmente de África y de los países más pobres con un alto crecimiento de población. Milanovic concluye que “la igualdad global no está a la vista” y que “el país de origen de uno tiene un mayor impacto en las oportunidades de vida que la clase en la que uno ha nacido”, llegando a la propuesta de que “en este contexto, la estrategia racional para los trabajadores de los países pobres es la migración, ya que pueden duplicar o triplicar sus salarios por la simple vía de mudarse a un país más rico”.
Con esta base, Milanovic propone una mayor movilidad laboral global, restringida sólo a las personas cualificadas (cuya huida perjudica a los países que los han formado) permitiendo entrar en los países desarrollados a un mayor número de migrantes económicos (aunque matiza que con unos derechos y beneficios limitados para los trabajadores migrantes) lo que ayudaría a igualar las rentas medias de los distintos países –por la disminución de su población y por la recepción de remesas de emigrantes en los emisores de población- favoreciendo igualmente la renta familiar de los emigrados. Olvida las consecuencias que ello tiene sobre el deterioro de las condiciones de trabajo (sueldo, precariedad,…) y el debilitamiento asociado de los sindicatos en los países desarrollados, junto a la mayor apropiación de plusvalías por el capital con el incremento de la brecha en las desigualdades. No obstante, es evidente que, a día de hoy los migrantes a escala global representan del orden del 3% de la población mundial (unos 230 millones de migrantes), pero se estima que del orden de un 10% adicional (unos 740 millones) estarían dispuestos a migrar por mejores condiciones económicas, dando lugar a una significativa mejora en los índices de desigualdad globales, aunque empeorando la situación en los países que les acogen.
Para los países desarrollados las previsiones de Milanovic son que las causas del actual aumento de la desigualdad de la renta per cápita (el choque tecnológico, el comercio mundial asociado a la globalización que aprovecha la oferta de mano de obra barata en los países en desarrollo, la caída del comunismo y la desaparición de las limitaciones políticas al capital) tienden a menguar, por lo que pueden producirse cambios de signo de estas desigualdades en algunos de los países más afectados, como EEUU y algunos países europeos o Japón. En todo caso, piensa que los “beneficios” de la globalización no afectarán de forma homogénea a todos los ciudadanos en todos los países.
Llegados a este punto es bueno pasar a considerar las Políticas que el propio Milanovic propone para paliar las desigualdades económicas; y establecer una necesariamente muy breve comparación con las políticas de autores ya antes citados, y las que recogen explícitamente el último Informe de Desarrollo Humano para 2016, de PNUD, o con las propuestas realizadas al respecto por la OCDE, el FMI o el Banco Mundial, que difieren, en general, muy sustancialmente de las de los anteriores.
Piketty, en “El capital en el siglo XXI” mostraba que en la corrección de desigualdades territoriales o personales en los países desarrollados en el siglo XX, han incidido: a) las dos guerras mundiales; b) la hiperinflación; c) la lucha sindical que ha propiciado medidas y políticas socioeconómicas igualadoras; d) la extensión de la educación y de los servicios sociales y de salud que han mejorado la esperanza de vida de la población; y e) los cambios científico-técnicos que se han materializado en mejoras de la productividad, que también han beneficiado a los trabajadores menos cualificados, aunque la mayor apropiación de esa productividad haya correspondido al capital.
Obviamente guerras mundiales o hiperinflación serían situaciones indeseables, pero no imposibles. La recuperación del poder sindical o de partidos defensores de una mayor cohesión socioeconómica son vías claramente deseables, como también lo son el asegurar el mantenimiento del estado del bienestar y su generalización al mayor número posible de países; o el asegurar que las plusvalías asociadas a los nuevos desarrollos científico-técnicos tiene un reparto que permita avanzar hacia una igualdad creciente, lo que exige un poder político fuerte garantista de una mayor cohesión socioeconómica.
En general, está claro que existen procesos más o menos interdependientes en la generación de desigualdades socioeconómicas, entre los que no podemos dejar de citar los relacionados con el racismo o el sexismo, sobre los que los países desarrollados han tenido, en general, mucho más éxito en sus políticas, logrando reducir las desigualdades legales –entre hombres y mujeres, blancos y negros, heterosexuales y homosexuales. Éxito que no ha tenido paralelismo al día de hoy en la reducción de las desigualdades de renta. Y lo cierto es que sigue siendo válida la afirmación -reiteradamente recogida por distintos autores- de que los humanos nacen desiguales y la desigualdad entre ellos se incrementa a lo largo del curso de sus vidas. Y que para paliar estas desigualdades, avanzando en el referente de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos en septiembre de 2015 por Naciones Unidas, son necesarias políticas globales, estatales, regionales y locales complementarias que incidan, al menos:
- Sobre la desigualdad de oportunidades, que surgen de las distintas ventajas comparativas específicas que presentan las personas en su nacimiento, contra las que se necesitan acciones positivas, de discriminación niveladora, que compensen dicha desigualdad de origen. En este sentido son fundamentales, al menos, políticas que graven significativamente la herencia, con un impuesto de sucesiones elevado y de fuerte progresividad (propuesta recogida tanto por Piketty como por Milanovic y fuertemente combatida desde el neoliberalismo, con campañas “concienciadoras” sobre la progresivamente empobrecida clase media, cada vez más apegada a sus mermantes patrimonios a nivel global).
- Sobre la explotación y apropiación desigual de plusvalías se precisan unos sindicatos y fuerzas políticas fuertes que regulen una redistribución de la renta más justa y, en su caso, procedan a la nacionalización o expropiación de los monopolios naturales. Los movimientos obreros forzaron políticas que propiciaron los Estados del bienestar de Europa Occidental, disminuyendo las desigualdades en la misma. En el ámbito de los países menos desarrollados, los levantamientos populares antiimperialistas también favorecieron la disminución de las desigualdades socioeconómicas entre países. Y políticas transicionalmente positivas para reducir las desigualdades en la propiedad de los activos serían impuestos de sociedades que favorecieran la copropiedad de los trabajadores, y acciones para fomentar la propiedad de activos entre la población de menor renta, así como la potenciación de sistemas cooperativos y de economía colaborativa, aunque evitando el deterioro que en la actualidad esta economía está generando sobre las condiciones de trabajo.
- Sobre la desigualdad asociada a la jerarquización institucional asociada a sexos, riqueza o poder político, o sobre la exclusión social, es preciso impulsar una democratización informada que asegure una verdadera respuesta del poder a los intereses generales de todas las personas, empoderando a los que se encuentran en situación de desventaja real.
En la tercera parte de este grupo de artículos consideraremos los efectos de los Tratados comerciales sobre la globalización y sus efectos socioeconómicos, ambientales y territoriales.
[1] Göran Therborn (2017).-“La dinámica de la desigualdad”. New Left Review nº 103. Pág. 69-90-(www.new Leftreview.es).
[2] Branko Milanovic (2016).- “Global Inequality: A New Approach for the Age of Globalization”. Cambridge. 2016. Therborn señala que la información técnica sobre las principales estadísticas presentadas en este libro de Milanovic proviene de: Christoph Lakner y Branko Milanovic (2016).- “Global Income Distribution: From the Fall of the Berlin Wall to the Great Recession”. World Bank Economic Review, vol. 30, núm. 2, 2016.
[3] Milanovic, B. (1998).- “Income, Inequality and Poverty during the Transition from Planned to Market Economy”. Washington DC. World Bank, 1998.
[4] Milanovic, B. (2005).- “Worlds Apart: Measuring International and Global Inequality”. Princeton. 2005.