Tras la consideración el 10 de julio de la problemática de la Globalización, y el 18 las consecuencias sobre las desigualdades socioeconómicas del modelo globalizado de crecimiento capitalista ligado a la sociedad de consumo, hoy pretendemos realizar una introducción al futuro previsible y al papel desempeñado por los Tratados comerciales en esa dinámica de Globalización, así como a su colaboración -en el marco de una economía presidida por el neoliberalismo- al actual modelo de crecimiento económico, insostenible ambientalmente, desequilibrado territorialmente y profundamente desigual socioeconómicamente.

Como se ha señalado en el artículo sobre Globalización, se puede afirmar que el comercio internacional, tras la crisis de 2008, ha sufrido un estancamiento relativo en cuanto a su relación con el PIB mundial, estabilizándose en cotas del orden del 60%, y rompiendo la dinámica progresiva de incremento de dicha relación registrada desde 1986 (donde era del orden del 35%) que se produjo asociada a la fuertísima expansión del neoliberalismo. La fuerte ampliación de la Unión Europea desde 1986 y en la década de los noventa, con la aplicación de la política establecida en los distintos Tratados de la Unión Europea respecto a la integración comercial y monetaria, la puesta en marcha del Mercosur en 1991, la creación de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, en 1992, del Tratado de Libre Cambio Norteamericano, en 1994, y del Foro de Cooperación Económica de Asia y el Pacífico, también en 1994, junto con el Acuerdo final de la Ronda de Uruguay, que dio lugar a la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) -integrando los acuerdos sobre comercio internacional de servicios (GATS), liberalización del comercio de productos agrarios, textiles y de confección, y el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio- ayudan a comprender esta fuerte expansión de dicho comercio internacional, que significó una reducción real de los aranceles internacionales y una muy elevada incentivación del negocio de las multinacionales y de sus cadenas de producción globales, cuyos principales efectos ya hemos recogido en los artículos anteriores.

Sin embargo, la paralización práctica de la OMC (Ronda de Doha) derivada de las dificultades de acuerdos ante el amplio número de países involucrados, y ante los nuevos condicionantes de países en desarrollo con políticas progresistas de defensa de sus intereses locales, llevaron a centrar las políticas de los países más desarrollados en la promoción de Tratados comerciales regionales, ahora denominados “de segunda generación”.

Son Tratados comerciales que tratan de sortear las dificultades de acuerdos en la OMC y que tratan de convertirse en instrumentos de expansión de un capitalismo en profunda crisis desde 2008. En todo caso, la potenciación de estos Tratados comerciales internacionales responde –fundamentalmente- a los intereses de las grandes multinacionales, que se han venido beneficiando de su capacidad de establecer cadenas de producción globales, interconectadas por sistemas logísticos y de transporte también globales; y que han sido también las grandes beneficiarias de las garantías de acceso “liberalizado” a mercados energéticos y de materias primas, cuya propiedad y gestión han acabado también directa o indirectamente en sus manos. Con estos Tratados, la competencia de países como China, que implicaba potenciales incrementos de precios o dificultades de acceso, queda en gran parte minimizada, delimitando ámbitos específicos de relación para cada conjunto de “grandes potencias”.

PRINCIPALES CONSECUENCIAS DE LOS TRATADOS EN VIGOR O NEGOCIACIÓN EN LA ACTUALIDAD

Específicamente, en esta sección de Políticas de la Tierra nos referíamos en octubre y noviembre de 2015 a los principales efectos previsibles, territoriales y ambientales, del Acuerdo de Asociación del Pacífico (TPP), como prolegómeno a lo esperable para el análisis de las negociaciones sobre el CETA, con Canadá, y sobre la Asociación Trasatlántica para el Comercio y la Inversión entre EEUU y la UE (TTIP). Y señalábamos que el Tratado TPP implicaba una fuerte reducción de restricciones a la inversión exterior, con la liberalización de su aplicación a servicios e inversiones públicas de los países integrantes, una rebaja muy significativa de aranceles comerciales, y sobre todo, una mayor armonización regulatoria en las leyes de protección social, laboral y medioambiental, siempre avanzando hacia los estándares menos exigentes, quitando las trabas que impiden u obstaculizan el comercio libre, u otorgando una mayor flexibilidad a las empresas para acogerse a la normativa vigente en los países signatarios más beneficiosa para ella.

En particular el CETA, que va a ser ratificado entre la UE y Canadá, es un ‘Tratado de segunda generación’ con 13 capítulos y más de 1.600 páginas que no sólo establece desarmes arancelarios, ya que regula el acceso a los mercados de bienes y servicios, las tarifas aduaneras, la participación de empresas extranjeras en los concursos públicos, los estándares de protección alimenticia, sanitaria o medioambiental, o el reconocimiento de los títulos profesionales, afectando en profundidad a diversos aspectos incidentes en el bienestar ciudadano, ya que inciden en el sector servicios (que se abre automáticamente a su privatización y a la competencia de proveedores extranjeros a menos que los Gobiernos europeos excluyan específicamente algunos de ellos) y a la libertad de inversión exterior. En particular, ante el desarrollo de un capitalismo crecientemente dependiente del sistema financiero-especulativo, el CETA centra una de sus partes más extensas y polémicas a las garantías para la protección de los inversores extranjeros a uno y otro lado del Atlántico, diseñando un Tribunal de Inversiones que establecerá cortes de arbitraje especial que resolverán las diferencias entre las empresas y los estados, sustituyendo, de facto, a los tribunales ordinarios. El Tratado otorga así derechos exclusivos a los inversores para demandar a los países en los citados tribunales, cuya compatibilidad con las leyes de la UE está cuestionada. De hecho, las empresas podrán demandar –como ya es norma en otros tratados vigentes, algunos ratificados por la UE- a los gobiernos mediante tribunales especiales privados sin instancia superior – tribunal de arbitraje entre inversores y Estado- ante el que las empresas pueden denunciar a los Estados si legislan o actúan en contra de los intereses presentes o futuros -lucro cesante- de las compañías, exigiendo las correspondientes indemnizaciones. Ya existe jurisprudencia al respecto de denuncias por implementar medidas de protección ambiental con sentencias de tribunales arbitrales. Y en este ámbito cabrían denuncias, por ejemplo, contra posibles ayudas estatales o nacionales a las energías renovables de implantación local, o al autoconsumo y a la energía distribuida. O por restricciones que afectaran a empresas por la protección de espacios o la reclasificación de terrenos.

Y no hay que olvidar que un Tratado internacional de estas características tiene jerarquía normativa, por lo que las legislaciones nacionales -o europeas en nuestro caso- deben adaptarse a sus términos. Pérdida de soberanía que implica limitar la aplicación de la jurisdicción y normativa nacional en aras de un mayor desarrollo de los intercambios. Lo que en la práctica implica romper con el equilibrio con el que, hasta principios de los noventa del siglo XX, había funcionado el régimen comercial instaurado en la postguerra, en el que la liberalización estaba condicionada a la posibilidad de aplicar normativas nacionales que defendían los intereses de las empresas locales, trataban de promover el pleno empleo, y tenían como supuesto objetivo básico el “bienestar de sus ciudadanos”.

Curiosamente, estos mismos aspectos son precisamente los que se ensalzan por los defensores de la globalización para justificar la conveniencia de estos Tratados. En su opinión, el objetivo último de los acuerdos de libre comercio es dinamizar el comercio bilateral mediante la eliminación de obstáculos arancelarios y no arancelarios para impulsar “la competitividad de las economías” concepto convertido en icono del progreso en sustitución del de “bienestar de los ciudadanos”, aunque para los defensores de esta ideología neoliberal, uno y otro se identifican. Así, destacan los beneficios que efectivamente se derivan para las empresas multinacionales o de implantación internacional, que provienen de las ventajas asociadas a la eliminación de gravámenes y otras barreras muy heterogéneas (requisitos específicos, dobles certificaciones, licencias de importación y normas de origen de los productos, entre otros). E igualmente destacan los beneficios para los consumidores asociados a la reducción de costes de productos y servicios a precios ajustados (aunque suelen incluir la salvedad de la necesidad de que los Gobiernos mantengan el derecho a regular la protección de sus consumidores nacionales, lo que indica que dicha protección no queda garantizada por los Tratados). Y, por último, ensalzan los beneficios para los trabajadores, señalando –incorrectamente a la luz de los efectos reales producidos- que la apertura comercial implica la creación de empleo, tanto en los mercados de origen como en los de destino. Olvidan los efectos de la deslocalización de actividades y de la precarización y reducción de los salarios en los países desarrollados asociados a esa apertura comercial y a la creación de cadenas globales de producción.

De hecho, es evidente que el Acuerdo es beneficioso para las empresas multinacionales y empresas exportadoras, y para el sistema financiero-especulativo ligado a la compra/venta de activos, pero también queda claro que este beneficio no se produce en un entorno “win-win” donde todos ganan, sino que existían claros perjudicados en el marco de una situación cercana a la de “suma cero” donde los beneficios de unos han de ser compensados con las pérdidas de otros:

*Las empresas locales no exportadoras (la inmensa mayoría generadora de empleo y actividad en un país como España) se ven perjudicadas por la importación de productos y servicios ofertados por multinacionales con las que difícilmente pueden competir, por la deslocalización de actividades a las que servían, o por su absorción por grandes empresas exteriores -o por inversores especulativos- para captar sus mercados internos.

*Los trabajadores por el debilitamiento de su posición ante la globalización de la producción que, como vimos, implica deslocalización de actividades y de los beneficios productivos, desempleo, precarización del trabajo y disminución de los salarios reales[1].

*En posibles perjuicios a los ciudadanos en el campo de la salud y en su disfrute de la sociedad del bienestar. La apertura de los servicios sanitarios y de educación, o los del agua, y su posible privatización, las políticas de protección de datos (comercializar la privacidad de los consumidores) o el aumento del poder de las patentes y de la propiedad intelectual en un mundo en que unas y otros están crecientemente concentradas en multinacionales, son otros tantos aspectos incorporados a estos Tratados que han sido propugnados fundamentalmente desde los lobbies de las multinacionales y cuyos efectos sobre la población son, cuanto menos discutibles. De hecho, los aspectos más controvertidos de estos Tratados tienen que ver con el principio de precaución vigente en la UE, por el que si existen dudas de un producto para la salud (humana, animal o vegetal), este no puede comercializarse, mientras que, por ejemplo, en Norteamérica se retira el producto solo cuando existen pruebas fehacientes de su daño. Productos hoy prohibidos en la UE como algunos de los modificados genéticamente o clonados (se estima que el 70% de los productos elaborados en Norteamérica los contienen), ciertos pesticidas o medicamentos y productos químicos (más de 1.400 productos químicos prohibidos en la UE están autorizados en Norteamérica) que ya se comercializan allí podrían introducirse gracias a la relajación de las normas europeas.

Las negociaciones de la UE con Canadá -para el CETA- y con EEUU -para el TTIP- se fundamentaban en la positiva incidencia de estos Tratados para la citada “competitividad” por la reducción de “costes” que implican al disminuir la burocracia y las regulaciones que afectan al comercio de bienes y servicios; y por las mejoras de eficiencia esperables tras la liberalización de los servicios y de la contratación pública. Para ello estos nuevos Tratados tenían previsto abrir la contratación y licitación pública de cada país a empresas extranjeras, lo que indudablemente favorece a las multinacionales y perjudica a las empresas locales, aunque se supone que a un menor coste para el ciudadano; pero no está claro si la dependencia oligopolística de las multinacionales que se va creando no tiene consecuencias inversas sobre estos costes a medio/largo plazo, tal y como se ha comprobado en muchos países en desarrollo a los que el FMI ha impuesto estas políticas, tal y como han registrado autores como Stiglitz, entre otros.

La tradicional ventaja teóricamente asociada a los tratados comerciales de incremento de la productividad por el aprovechamiento de las “ventajas comparativas” definidas en su momento por David Ricardo, en la práctica se concretan en un histórico descenso del empleo (que efectivamente hace aumentar la productividad al reducir el denominador del cociente: PIB/empleo) y en un incremento de la precarización en los países con mayores derechos sindicales. Y esta es también la situación esperable como consecuencia del CETA para el que se ha estimado la pérdida de unos 200.000 empleos en la UE y de más de 20.000 en Canadá, además de la amenaza a los derechos sindicales consolidados, tal y como han denunciado los sindicatos canadienses y europeos, ya que los derechos laborales de sindicación y negociación colectiva no aparecen firmemente recogidos en ningún capítulo del CETA.

El CETA incluye un capítulo específico –y muy genérico en la mayoría de su contenido y, desde luego, ni con la extensión ni detalle dedicado a la protección de las inversiones exteriores- sobre desarrollo sostenible[2], pero es muy cuestionable que su aplicación implique un avance real en esa dirección, entre otros aspectos porque, en la práctica, el CETA afecta al calentamiento global al aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero por el incremento del transporte transatlántico, y la comercialización de combustibles sucios y de fuerte incidencia en dicho calentamiento global, a través del fracking y de las arenas bituminosas, a la vez que se incrementa el poder de influencia sobre la UE de las multinacionales energéticas asociadas a estas energías. De hecho, una de las principales líneas de interés en estos Tratados para la UE es la apertura en el sector energético para diversificar sus fuentes de abastecimiento (facilitar la exportación de “carbón, petróleo crudo, productos derivados del petróleo, gas natural, en forma licuada o no, y energía eléctrica” desde Canadá y EEUU a Europa) ante el elevado grado de dependencia energética de la UE de países como Rusia o la OPEP, cuyas políticas y estabilidad pueden amenazar su necesario abastecimiento energético.

La nueva capacidad de producción energética que han generado, entre otros, el gas de esquisto proveniente del fracking estadounidense y el petróleo proveniente de las arenas bituminosas de Canadá aparecen como beneficiarias de dichos Tratados, lo que nos lleva a una política contradictoria en la lucha contra el cambio climático que defiende la UE, y a un olvido de uno de los principales objetivos de la misma como es el fin de las subvenciones a la energía fósil, crecientemente apoyada por la actual Presidencia norteamericana. Lo insólito es que la UE no parece valorar adecuadamente el hecho –reconocido por la propia Comisión Europea- de que estos Tratados supondrían un aumento de las emisiones de CO2, incluso en el Escenario más cercano a la sostenibilidad que defiende la UE. Y que objetivos precisados y definidos pormenorizadamente en documentos como la Hoja de ruta de la UE hacia una economía descarbonizada en el 2050, son difícilmente compatibles con los mismos.

DE LA CRISIS DEL 2008 A UN FUTURO INCIERTO.

La crisis ha llevado a un comercio internacional instalado en una dinámica de bajo crecimiento, con un ritmo medio de aumento inferior al registrado por el PIB global, asociado este hecho a la aparición de cambios estructurales, entre los que destacan:

*La incertidumbre asociada a un capitalismo en crisis, cada vez más dependiente de una economía financiero-especulativa, a la que la libertad de inversiones beneficia claramente. No obstante, la crisis del capitalismo en su conjunto se concreta en una situación global de incertidumbre que también afecta al futuro de la Globalización. El nuevo Presidente de EEUU, Donald Trump, es una clara muestra de los cambios en la gobernanza internacional que se están produciendo, con la pérdida de peso o incremento de la ineficiencia de los acuerdos o redes de instituciones mundiales o regionales (por ejemplo, el G7, G20, la ONU, el FMI, la OTAN, etc.), lo que aumenta el vacío de poder mundial, y la posible prevención de soluciones efectivas a los retos mundiales basadas en la defensa del interés general, cambiando la dinámica global actual manifiestamente contraria a dichos intereses en los aspectos de la sostenibilidad ambiental, equilibrio territorial y cohesión socioeconómica.

*El fin de las grandes ventajas comparativas de las cadenas de producción globalizadas. Las cadenas de valor globalizadas se han visto afectadas negativamente por las caídas en el diferencial de los costes de producción entre los países desarrollados –tras la degradación de sus condiciones de trabajo- y los países en desarrollo, cuyo incremento de costes han dejado de hacer tan rentables la fragmentación de procesos productivos a escala global. En paralelo, las multinacionales empiezan a valorar la fiabilidad y seguridad de la cadena productiva en los países desarrollados, excluyendo el riesgo de giros proteccionistas contra el comercio internacional.

Nuevos obstáculos a la fragmentación de las cadenas de valor globales son: tanto el límite relativo alcanzado por las grandes innovaciones en la logística y en los transportes que respaldaron la implantación de las referidas cadenas de valor, como las inseguridades sobre el precio de la energía y su efecto sobre los costes de transporte, o las nuevas potencialidades de la Cuarta Revolución Científico-Técnica en lo que atañe a las nuevas localizaciones y procesos productivos.

La incertidumbre derivada de la crisis global da lugar a la coexistencia de tendencias que podrían llevar a la política comercial en direcciones opuestas:

*Hacia una liberalización radical promovida por las grandes multinacionales de bienes y servicios, defensoras de la captación y expansión de sus mercados, que adaptara las normativas nacionales a sus objetivos específicos, sobre todo en el campo de la comunicación y de las nuevas tecnologías, con consecuencias muy preocupantes para sus ciudadanos (dependencia creciente y control social límite) y para el medio ambiente, ya que el control de los recursos escasos sería uno de sus principales objetivos. Políticamente iría asociada al incremento de los regímenes autoritarios soportados por estas multinacionales.

*Hacia una escalada proteccionista contradictoria con la globalización impulsada durante las últimas décadas, ya denunciada por el Banco Mundial, la OMC[3] o la UNCTAD, o consecuencia de la iniciada salida de Gran Bretaña de la Unión Europea (BREXIT). Las políticas de apertura comercial internacional se están frenando, no sólo por la dificultad de mantener el fuerte crecimiento registrado desde 1986, en paralelo a la fuertísima expansión del neoliberalismo, sino por la creciente resistencia de la población a una Globalización cuyas ventajas no perciben. Un ejemplo de ese cambio de las políticas sobre comercio internacional se encuentra, fundamentalmente, en EEUU, en defensa de las empresas nacionales frente a las internacionales, y de la recuperación de una hegemonía (“America first”) económica mundial –que no militar, aunque con sucesivas derrotas en los conflictos exteriores en los que se ha visto involucrado- crecientemente cuestionada por el ascenso de la UE y de los BRIC[4]. La decisión adoptada unilateralmente por Estados Unidos a participar en el Tratado TTP, o su oposición a la puesta en marcha del TTIP, que afectaba a, aproximadamente, el 40% del PIB mundial y a un tercio del comercio mundial producido por los 12 países incorporados, después de una negociación de más de una década, que habría llevado al mayor acuerdo alcanzado de libre comercio en una generación.

En este marco, hay que destacar que la experiencia internacional de Tratados vigentes muestra que hay aspectos en los que se gana y aspectos en los que se pierde, pero que no es suficiente con que el balance global sea positivo; sino que el balance global debe ser positivo para el conjunto de la población y para el interés general y la sostenibilidad ambiental, cuidando que el sesgo en la asignación final de los costes y beneficios derivados sea equilibrado y no sólo a favor del beneficio de las empresas o de las multinacionales. Además –como considera básico la posición ecosocialista que se defiende- los Tratados firmados o en discusión no priorizan –ni a veces tienen realmente en cuenta- los riesgos relacionados con el medio ambiente (sucesos climáticos extremos; desastres naturales asociados a agresiones antrópicas; inadecuada adaptación al calentamiento global; crisis hídricas; colapso de ecosistemas y pérdida de biodiversidad; etc.) que son fundamentales en la actual dinámica que explica en parte la crisis mundial, tanto por su elevada probabilidad de materialización, como por la elevada gravedad previsible de sus efectos asociados.

La UE, aunque a mucha distancia del óptimo necesario para avanzar en los objetivos de un desarrollo ambientalmente sostenible, territorialmente equilibrado y socioeconómicamente cohesionado, es el ámbito internacional vanguardia en la regulación y control de estándares de calidad. Los Tratados considerados en este artículo no sólo no avanzan en esta dirección sino que introducen graves riesgos en el avance hacia su consecución.

La civilización y el bienestar de los ciudadanos no se basan no sólo en la “competitividad” y el crecimiento del PIB asociado, sino en la regulación y el control que permiten su defensa ante el poder y prevalencia de los intereses particulares de una reducidísima minoría. Por lo tanto, lo que se cuestiona no es el comercio en sí mismo, sino las condiciones en que deba desarrollarse para asegurar que avanzamos hacia un “comercio justo”. Y esta es la principal reticencia ante el CETA de socialistas, ecosocialistas, o intelectuales y expertos europeos, ante la constatación de que el acuerdo con Canadá (CETA) puede ser una referencia para otros Tratados[5] que están en negociación -como el de la UE con Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay)-, del que España es el principal impulsor, y que conseguiría que toda Iberoamérica quedara cubierta por acuerdos comerciales con la UE.

 

[1] En derechos laborales en el caso del TTIP, es básico que EEUU no haya ratificado 70 convenios, algunos fundamentales, de la Organización Mundial del Trabajo, y que el TTIP pudiera tender a homogeneizar derechos “por abajo”, propiciando el neoliberalismo imperante en muchos círculos europeos y americanos, con la consiguiente pérdida de derechos laborales en la UE.

[2] El capítulo de “desarrollo sostenible” abarca la protección medioambiental y laboral, con principios básicos como la libertad de asociación y el derecho a la negociación colectiva, el derecho a la salud y la seguridad en el puesto de trabajo o la promoción a nivel global de la eliminación del trabajo infantil, con el objetivo de “garantizar que ambas partes respetan estándares laborales y reglas medioambientales fundamentales”, señalando la “obligación de no relajar las leyes nacionales de protección laboral o medioambiental como un método para atraer el comercio o la inversión”. Más específicamente, desde la UE se ha promovido reforzar la cooperación contra la tala y pesca ilegales y el comercio de especies en peligro, minimizar los efectos adversos del intercambio de químicos o residuos, promover el comercio o inversión en bienes y tecnologías “verdes” o comprometerse a conservar la biodiversidad.

[3] Por ejemplo, el aumento de la utilización de las medidas que la OMC autoriza excepcionalmente (derechos compensatorios y derechos antidumping) o el incremento de medidas de protección en sentido estricto (sobre todo de obstáculos no arancelarios).

[4] La última amenaza de Donald Trump, sobre imposición de cuotas y aranceles a los exportadores extranjeros de acero a EEUU -que satisfacen en la actualidad a del orden del 30% de la demanda- ante la supuesta existencia de dumping en los países exportadores del mismo, no serían novedosas en el comportamiento de este país (de medios más que suficientes para defender ante los tribunales o la OMC sus posiciones y con una clara posición dominante a nivel mundial) pero pueden ser el punto de partida de espirales de establecimiento de nuevas cuotas y aranceles en otros países. En todo caso, son políticas comerciales que definen un nuevo campo de relaciones internacionales de EEUU, donde el debilitamiento de los países disconformes con las políticas del nuevo presidente parece que van a ser objeto de una política centrada en continuos ataques directos o indirectos a los mismos. Un ejemplo puede ser las nuevas sanciones anunciadas para Rusia que implicarían al gasoducto directo Rusia-Alemania, perjudicando a este último país y beneficiando a un país de actual Gobierno autoritario, como Polonia, por los cánones de tránsito que cobra a Alemania en la actualidad.

[5] La UE está negociando en estos momentos más de veinte acuerdos de libre comercio y ha concluido recientemente los relativos a Corea, Vietnam o Singapur, además del CETA, con Canadá.