La propuesta de la subida de impuestos a las rentas más elevadas de un país o a los beneficios empresariales excesivos no es un capricho de determinados economistas de perfil izquierdoso, ni una perversa tendencia en gobiernos progresistas, espoleados por su voracidad recaudatoria. Vemos, con harta frecuencia, declaraciones que insertan la política fiscal progresiva en unas coordenadas tildadas de negativo intervencionismo. Se llega a afirmar que el dinero recaudado está en manos del gobierno y del presidente, como si éstos tuvieran unas cuentas offshore en las que anotar las partidas recaudadas por el fisco. Esto no es inocente, ni es una licencia literaria: obedece al objetivo de indicar que pagar impuestos –en general– y subirlos a determinadas franjas de renta y empresas –en particular– es inapropiado, porque reduce las posibilidades de un mayor crecimiento económico. Y –recordemos la imagen que se proyecta– porque el dinero está mucho mejor en nuestros bolsillos que en las arcas de las haciendas públicas.
Este va a ser, sin duda, uno de los debates económicos que se van a desarrollar en futuras contiendas electorales, y que conforma el principal armazón de política económica por parte de los partidos conservadores, junto al retorno a parámetros ortodoxos en economía pública como objetivos estratégicos –reducción del déficit público, de la deuda, de la inversión pública–, la añoranza de una política monetaria más restrictiva para embridar la inflación, y la descalificación reiterada del sector público calificado como ineficiente y despilfarrador. Pero los datos no acompañan a la argumentación central, por una razón contundente: la historia económica demuestra que fueron posibles, en el pasado más reciente, fases de intenso crecimiento económico junto a políticas fiscales progresivas, con tipos muy elevados para el segmento más rico de la población. A su vez, reducir los impuestos a los más ricos no ofrece garantía alguna sobre el incremento sucesivo de ingresos tributarios. Aquí, también, la evolución económica constata que si los gobiernos contraen sus capacidades recaudatorias, acaban por elevar sus déficits y, también, sus deudas. Los ricos no invierten más, necesariamente, por pagar menos impuestos.
El progreso económico y social no se dirime en ridículas proposiciones para competir sobre qué partido o qué dirigente prometen mayores reducciones de impuestos a la ciudadanía. Sin una política fiscal progresiva no es posible la cooperación, la prosperidad social, la consecución de objetivos comunes en beneficio de la sociedad, en todos sus escalones sociales: de la más rica, de la formada por clase media y trabajadora, y de la más vulnerable. Las investigaciones sobre políticas fiscales señalan que esos mensajes catastrofistas que urgen a rebajar ya los impuestos, porque son excesivamente elevados, no se corresponden con la realidad. Un pistoletazo de salida de esta tesis se produjo a partir de la década de 1980; pero ese reguero sigue permanente a los 2000. El gran referente que se tiene es Estados Unidos: se nos dice que con Reagan se bajaron los impuestos –y que ello generó mayor crecimiento– y que, a pesar de esto, la tributación debería contraerse todavía más. De hecho, la reforma tributaria de Trump, en 2018, fue en esa línea.
En Estados Unidos –el referente para los que abogan por el recorte de tributos–, el relato económico-fiscal más reciente se puede sintetizar así: hacia 1970, los estadounidenses más ricos pagaron en impuestos más del 50% de sus ingresos; esto duplicaba lo que devengaba en impuestos la clase trabajadora. Pero en 2018, tras la reforma de Trump, los multimillonarios norteamericanos pagaron mucho menos que obreros, docentes, investigadores y jubilados. La conclusión es tremenda, palmaria: los ricos están viendo retroceder los impuestos que pagan a los mismos niveles de la década de 1910, cuando el Estado tenía una cuarta parte del tamaño actual. En paralelo, la clase trabajadora paga más impuestos: del 3% de sus ingresos en 1950, al 15% en la actualidad.
El debate sobre los impuestos se abre en varias derivadas, que no son únicas):
- Las bajadas de impuestos no estimulan, mecánicamente, el crecimiento de la economía; es más: pueden ralentizarlo y des-dotar de capital esencial a la economía pública para hacer frente a retos inherentes tras episodios recesivos. Quienes propongan reducir la tributación deben explicar qué partidas presupuestarias piensan ajustar para cuadrar ingresos y gastos, máxime cuando pretenden, además, recortar la deuda pública.
- Hacia dónde se dirigen los impuestos. En el caso de las crisis económicas más próximas, la de la COVID y la de la guerra en Ucrania, las capacidades tributarias de los Estados, junto a la expansión de la política monetaria y la política fiscal mancomunada en el escenario europeo, han supuesto –y están suponiendo– encarar los problemas socioeconómicos de una forma mucho más solvente que en otras fases depresivas –como durante la Gran Recesión–: ayudas, compras de vacunas, programas de inversión pública –con estímulos patentes en la privada; el dato de España, muy reciente, es clamoroso: aumento de la inversión privada del orden de más de cinco mil millones de euros, una cifra récord (Cinco Días, 22 de julio de 2022)–. Los déficits públicos que se han acabado generando suponen superávits en el campo de las asignaciones a programas resolutivos frente a las crisis. No debe olvidarse esta relación.
- El punto anterior se aviene con otro, que consideramos crucial: la transparencia en la adscripción de los impuestos. Gracias a éstos, es posible disponer de infraestructuras sanitarias, educativas y sociales que, con todos los defectos y errores, son transcendentales para el bienestar del grueso de la población. Descender al terreno granular sería pedagógico, a sabiendas que estamos hablando de inversiones. Pero, qué costes suponen para las administraciones públicas y desde los servicios públicos hacerse análisis de sangre, tacs, radiografías, ecografías, operaciones diversas –simples y complejas–, hospitalizaciones, asistencias domiciliarias; o el coste para formar graduados y especialistas universitarios en los diferentes campos del conocimiento, por poner unos ejemplos ilustrativos al respecto. Saber esto –y que quizás esto mismo se comunicara a los usuarios cuando utilizan esos servicios– permitiría hacer más porosa la recaudación tributaria: saber hacia dónde van los recursos en clave microeconómica. Esa es la destinación de los impuestos en la esfera social, educativa, sanitaria. Sin esos ingresos, el panorama deviene entrópico, más en la línea de lo que está sucediendo en sociedades anglosajonas –Estados Unidos, Reino Unido–, donde la franja más rica y minoritaria de la población tiene acceso a todos los servicios: privados, por supuesto. En Europa, en España, el dinero no estará en los bolsillos del contribuyente; pero éste no tiene los gravísimos problemas que están conociendo, desde hace años, la mayoría inmensa de los norteamericanos cuando tienen dificultades no necesariamente graves en el campo de la salud, aunque dispongan –según los voceros anti-impuestos– de más liquidez en unos bolsillos cada vez más escuálidos (el salario mínimo en Estados Unidos, según el dato de 2019 tras la reforma de Trump, es de 15 mil dólares, con una tributación sobre nómina del 15%: más impuestos, menos salario).
- No eludir el grave problema de las evasiones fiscales de las grandes corporaciones, de forma que la adopción de impuestos sobre beneficios –o sobre los propios ingresos– no resulta una medida alocada ni precipitada.
Desplegar una estrategia fiscal sustentada, en parte, en la creación de nuevos tributos aplicados a empresas multimillonarias que se han enriquecido en muy poco tiempo, forma parte del acervo fiscal de muchos países europeos. En España, este tipo de acciones en política económica son calificadas negativamente, o recurridas ante los tribunales: un proceder harto distinto al que se está viendo en países tan poco sospechosos de izquierdismos extremos como Italia o Francia. Que aprendan de esas experiencias los grandes consorcios que pueden verse afectados.