España conoce un crecimiento económico muy próximo al 3 por ciento anual y un incremento constatable de los ingresos tributarios. Esto no debiera hacernos perder de vista que ese positivo escenario esta sujeto a fuertes incertidumbres. Unas, derivadas de la evolución de los precios de la energía y de los tipos de interés a nivel internacional; otros, de la ascensión de una burbuja turística que obedece a la situación de inestabilidad en otros mercados competidores. Pero, al mismo tiempo, la mayor capacidad recaudatoria es un factor que justifica sin duda nuevas asignaciones en los recursos públicos. La transferencia de rentas hacia los sectores sociales más vulnerables constituye un elemento a considerar. La adopción de un impuesto negativo no parece una mala salida: un umbral de pobreza cifrado entorno a los 5.300 euros anuales, supone un llamamiento para hacer posible una asignación de recursos hacia los sectores que viven tal situación, recursos cuya evaluación debe concretarse con precisión (unos 6.000 millones de euros anuales). Eliminar la pobreza severa se traduce así en un objetivo estratégico. La política fiscal representaría la herramienta. Tres aspectos emergen entonces:
- La importancia de incidir sobre una subida salarial, que pasaría necesariamente por el aumento del salario mínimo interprofesional.
- Considerar de manera efectiva –y no sólo retórica– la productividad y la inflación como vectores a tener en cuenta para la fijación salarial.
- La estrategia por derogar la reforma laboral, que ha consolidado precisamente la precariedad contractual, ha incidido en la permanencia del paro juvenil y ha facilitado, sobre todo, la acción de las patronales en flexibilizar, negativamente para la calidad de empleo, los componentes del mercado de trabajo.
En estas coordenadas, describir políticas progresistas desde el lado de la oferta no abunda en un factor substancial: la procedencia de los recursos públicos para hacerlas posibles. El enlace de tal aserto con lo que se ha expuesto más arriba supone pensar en una política fiscal que sea, efectivamente, progresiva. E, igualmente, activar nuevas propuestas de fiscalidad ambiental, más acordes con los graves problemas de externalidades que existen hoy en día; a su vez, recuperar el impuesto sobre el patrimonio conforma otra pieza que debiera ser considerada. Al mismo tiempo, indicar que el potencial de la economía sólo se afecta a través de políticas de oferta supone una idea subyacente: la del funcionamiento perfecto de los mercados, en los que las rigideces y los efectos histéresis no juegan papel alguno. Como si los años de austeridad no hubiesen deprimido la demanda, con efectos duraderos y estructurales sobre la capacidad de crecimiento, incluso después de ser retiradas las medidas contractivas.
En conclusión: una política fiscal activa y expansiva tiene la capacidad de aumentar el stock de capital y, por tanto, contribuye a mejorar la productividad y la tendencia del crecimiento.