La cuestión migratoria (emulando la idea de la “cuestión social” planteada por Robert Castel como la forma en la que una sociedad experimenta el “enigma” de su cohesión y procura conjurar el riesgo de su fractura) se ha convertido en una realidad de la mayor relevancia en el siglo XXI.
Somos conscientes de que un asunto de tal magnitud e importancia multifactorial no puede ser analizado, ni encerrado, en apenas unas páginas. Pese a ello, nuestra decisión es clara: poner de manifiesto este fenómeno en diversas dimensiones.
Si analizamos los más destacables movimientos migratorios (voluntarios y forzados) de nuestra reciente historia, nos encontramos con estos cinco: 1º. La salida del continente africano de más de 15 millones de hombres, mujeres y niños de raza negra, que fueron trasladados a otros continentes como esclavos. 2º. El conocido como modelo transatlántico de principios del siglo XX: el de ciudadanos europeos con destino a los Estados Unidos, caracterizado por una alta integración de estos en aquella sociedad. 3º. El correspondiente con más de 70 millones de personas de todo tipo, raza y condición, desplazados forzosos tras la Segunda Guerra Mundial. 4º. El de aquellas personas, prioritariamente europeos de países pobres, que en las décadas de los años 50, 60 y 70 del pasado siglo emigraron voluntariamente y por necesidades de mano de obra barata a las naciones ricas o en reconstrucción tras la Gran Guerra, como Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Gran Bretaña y Suiza. A todos se les puede considerar como partícipes de un planteamiento consistente en trabajar durante unos años en dichos Estados, pero con la ilusión de un regreso a los de origen. 5º. Por último, los procesos migratorios de finales del siglo XX y que persisten crecientes, obedeciendo en sus sufridores a la falta de expectativas de futuro, al hambre y a la miseria generalizada (en mayor o menor medida, en función de las zonas de procedencia).
Según la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales (DESA) de las Naciones Unidas, con datos a 1 de julio de 2020, había 281 millones de migrantes internacionales. Concretamente en torno al 3,5% de la población mundial. Con un sensible crecimiento sobre años precedentes, pues en el 2000 ese porcentaje era del 2,8% y en 1980 ascendía al 2,3%.
Debiendo señalar que los migrantes, en todos esos casos, mayoritariamente se desplazan por decisión propia, si bien no es menos cierto que forzados por sus pésimas condiciones de vida. Huyen de sus países por conflictos múltiples, persecuciones de toda naturaleza, guerras, violaciones de elementales derechos humanos… Alcanzándose en la actualidad la escalofriante cifra de 735 millones de personas[1]. Seres humanos que ponen en riesgo sus vidas y que incluso mueren en penosos viajes hacia los países desarrollados. Sin considerar aquí las migraciones internas de inmensos Estados (en el ámbito territorial) como las que se producen en África, Centro y Sudamérica, China e India. Lo que nos lleva a considerar más actual que nunca la conocida frase, erróneamente puesta en boca de Galileo Galilei (jamás la pronunció), de que la tierra, “y sin embargo, se mueve”.
Dicho cuanto antecede, debemos detenernos en ciertos datos concretos para alcanzar algunas conclusiones.
En efecto, ¿cuáles y cómo son las migraciones más singulares?
Señalaríamos que mientras los africanos (originarios mayoritariamente del África Meridional, del Magreb y del África Occidental), se mueven a otros países del mismo continente, los asiáticos constituyen en todo el planeta el mayor contingente de trabajadores migrantes con contratos temporales; sin perjuicio de los simultáneos flujos de población que se trasladan intrarregionalmente: en su mayor parte, por chinos e indios.
Oriente Medio es la región con mayor concentración de trabajadores temporales contratados, fundamentalmente asiáticos. En Oceanía los países de destino son: Australia, Nueva Zelanda y los países-isla. Por último, en el continente americano los movimientos se producen de Sur a Norte: desde Sudamérica y el Caribe hacia los Estados Unidos y Canadá, sin olvidar la creciente migración que desde décadas se dirige a Europa y particularmente a España.
Así las cosas, nos hemos convertido en una nación receptora de migrantes. Paradojas de la historia, pues habiendo sido emisores de migrantes hacia Europa e Hispanoamérica, hoy sucede justamente lo contrario. Se calcula que, en las décadas de los años 50, 60 y 70 del siglo pasado, salieron de España unos 2 millones de trabajadores hacia los destinos antes citados. Actualmente, según datos del Instituto Nacional de Estadística sobre población extranjera en España[2], se constata que en 2022 había 5.542.932 no autóctonos. De los cuales, la colonia más numerosa es la europea con 2.205.961 ciudadanos, seguida de los africanos (1.217.706, incluidos 883.243 marroquíes), los sudamericanos (1.173.900) y los chinos (493.065).
Resultandos complejos todos estos procesos migratorios; ciertamente, en menor o mayor grado según sus circunstancias singulares, pero con problemas comunes: básicamente los derivados del hecho mismo de salir de sus países buscando un futuro mejor. Lo que debe resaltarse más concretamente de los subsaharianos.
Contingente este último conformado por chicos jóvenes y mujeres igualmente jóvenes, incluso menores (conocidos como “menas”), que aún a riesgo de morir en los largos y peligrosos viajes organizados por mafias internacionales, los afrontan convencidos de no tener nada que perder. Siendo más dramática incluso la situación de las mujeres, al correr serios riesgos de ser violadas, sometidas a todo tipo de infamias y/o ser destinadas a la prostitución.
Generándose así un problema de suma gravedad y en el que las autoridades y la ciudadanía españolas no tienen ideas convergentes, ni de un adecuado auxilio mutuo a estos seres humanos que ilegalmente llegan a nuestro país, normalmente a las zonas costeras de Andalucía, Levante e Islas Canarias.
Y nos deberíamos, por ello, centrar en esta última cuestión migratoria, por sernos tan próxima y dado que genera un mayor dramatismo, si bien no sea cuantitativamente la población extranjera más numerosa.
Ello no obstante, debemos resaltar preferentemente lo que sucede en la migración hacia los Estados Unidos, desde la frontera mexicana. Y ello por cuanto que se comprueba otro conflicto añadido. Este no es otro que el derivado de que, junto a la policía federal, determinados ciudadanos de a pie se apostan en esa larga zona fronteriza disparando a los conocidos como “espaldas mojadas” e impidiéndoles así el acceso a una mejor vida. A diferencia todo esto, de lo que sucede en nuestras costas: autoridades policiales, Cruz Roja y ciudadanos anónimos atienden y dan calor humano, con sus propios cuerpos, a jóvenes que recalan en nuestras playas sin fuerzas y aterrorizados. Sus miradas lo dicen todo, mientras se abrazan a personas de bien que tratan de consolarles.
De esto no cabe duda: en los últimos meses se ha producido una verdadera eclosión de llegadas de migrantes ilegales subsaharianos a nuestras costas. Comparando los datos de septiembre de 2022 y septiembre de 2023, los llegados irregularmente en dichos meses aumentaron de un año a otro en un 14,6% (de 19.007 a 21.000 personas). A los que habrían de añadirse quienes han conseguido arribar al archipiélago canario en el mes de octubre pasado y en lo que va de noviembre actual.
¿Qué hacer, pues, ante un hecho social detrás del cual subyace una creciente desigualdad a nivel planetario?, ¿cómo está regulado jurídicamente el espacio europeo en esta materia?, ¿cómo lo está en España?, ¿qué se debería hacer?
Compartimos los Principios y Objetivos que plantea la ONU en el Marco de Gobernanza sobre Migración del Migration Governance Framework.
Los Principios que plantea son los siguientes: “1.º Adherirse a las normas internacionales y respetar los derechos de los migrantes. 2º. Formular políticas con base empírica y aplicar un enfoque integral de gobierno. 3º. Forjar asociaciones para encarar la migración y las cuestiones conexas”.
Por lo que a los Objetivos se refiere: 1.º Fomentar el bienestar socioeconómico de los migrantes y la sociedad. 2.º Abordar eficazmente los aspectos relativos a la movilidad en situaciones de crisis y 3º. Asegurar una migración ordenada, segura y digna”[3].
Pero en esta materia, como en tantas otras novedosas y serias, la realidad va muy por delante de la legislación reguladora. Y ello, hasta tal punto que ni en la Unión Europea existen normas explícitas con regulación singular de este fenómeno, como tampoco en España: un país de destino cada vez más creciente por razones territoriales (Magreb, África subsahariana y países de la antigua Europa del este) e idiomáticas (Sudamérica y el Caribe).
Tendremos que concienciarnos de todo ello a la vista de su irreversibilidad; acudiendo una vez más a las indispensables normas europeas que han de producirse. Pues en esta materia, como en tantas otras, nos hallamos en casos no de “lege lata”, sino de “lege ferenda”. Es decir: no existen normas; pero han de generarse ineludiblemente. Articulando leyes, mecanismos oficiales y actuaciones de la ciudadanía, que conlleven todos ellos y coordinadamente a la mayor integración de estos grupos en las sociedades europeas y española, con plenitud de derechos y obligaciones de todo tipo.
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[1] Véase, https://unric.org/es/el-estado-de-la-seguridad-alimentaria-y-la-nutricion-en-el-mundo/
[2] Véase, https://www.ine.es/jaxi/Datos.htm?path=/t20/e245/p08/l0/&file=02005.px
[3] Véase, https://publications.iom.int/es/books/marco-de-gobernanza-sobre-la-migracion