La primera ley fundamental de la estupidez humana, de Carlo M. Cipolla afirma, como es bien sabido, que por más que calculemos al alza, siempre infraestimaremos cuantitativamente la magnitud de la estupidez (en número de sujetos e intensidad de ejercicio). Siendo esta una certeza empírica, lo cierto es que por lo natural tendemos al despiste y con ello olvidamos sus evidentes corolarios.
En todo caso y situación, es importante no confundir estupidez con fantasmagoría. Estos últimos, los fantasmas, no permiten que te despistes y llegan, es de agradecer, hasta a firmar a pie de página recordándotelo. No. Los fantasmas van con su definición por delante, de tal forma que ocultando la vacuidad que hay detrás, atendamos a título y rubrica. Los fantasmas dan, si acaso, pena por tanta gloria. Pero no nos despeñemos por lo sui géneris y centrémonos en el intríngulis.
En esta única vida, ya más cerca de la despedida y cierre (sin ponerle música de jota aragonesa), lo cierto es que la ley necesita desarrollo en sus consecuencias. Así, un corolario de la primera ley es la sobreestimación del cálculo racional. Cuando en un arrebato ilustrado fía del mundo y sus razones, corre el riesgo meridiano de “emparanoiarse”. Pongamos un ejemplo. Ese señor tan serio que reclinado chupa caramelo, y pontifica sin báculo, siendo tan inteligente, ¿por qué dice tantas tonterías? ¿Qué quiere vender? ¿A qué intereses servirá? El de más allá, de títulos y reconocimientos revestido, siendo inteligencia acreditada, ¿Por qué dice y hace tantas estupideces? ¿Qué doble intención, qué maldad oculta esta supuesta inconsistencia? Acullá el señor de bandera al hombro, que razona entremezclando entelequias y arrebatos sobre lo inexistente y deja claro que sentirse nación en lo personal da fuerza y obligación para todo y contra todos. ¿qué parte de la jauja catalana, sin ser valle del Perú, alimenta la razón de la sinrazón? Lenin sin tilde (el primero y fetén, no el presidente de Ecuador) afirmaba que los nacionalismos son el infantilismo de la izquierda. Y la madurez de la derecha diríamos con la experiencia histórica. Se refería con ello a la primacía del deseo: lo quiero y por eso debe ser mío. Los niños o razonan o no razonan y piden, gritan y patalean. Al menos en la fase anal, que decía Sigmund. Esa transición de la fase oral (donde solo se alimentan y satisfacen con la boca) a la fase anal (donde se exige imponer el deseo) formara parte de la historia psicoanalítica de la nación catalana.
Podría dar ejemplos largo y tendido, para dar y vender, prestar o alquilar, pero, en fin, aquí lo dejo que usted de seguro también tiene más de alguno para compartir y donar. Puesto en versión Alaska (dónde estuvo el error sin solución) debemos aceptar que adoptar siempre la presunción de inteligencia contradice la primera ley fundamental. Propongamos con ello un primer axioma: “en consistencia con la primera ley, por lo general debe abandonarse la presunción de inteligencia y adoptar una sana predisposición a partir siempre de una presunción de estupidez (propia o ajena) hasta que se demuestre lo contrario”.
Y eso, señoras y señores, es un equívoco manifiesto. “El infierno son los otros” decía Jean-Paul. Idea que, sin lugar a duda, le llegó junto a otros indicios, en un vagón de metro atestado. En el fuego de ese infierno el combustible es precisamente la presunción de inteligencia. El ser humano como animal racional (Pareto dixit) deja mucho de razonar y tiene mucho que desear. Lo irracional, para cualquier ilustrado como una de las formas de estupidez, no tiene doma ni descanso.
Por ejemplo, está claro que la maldad tiene un límite. En algún momento el incordio se cansa y da una cabezada. Sin embargo, cuando cabalga a lomos de la estupidez, ni se agota ni cesa. Semejante al rayo que titulaba Miguel. Propongo con esto que, a la primera ley de Cipolla, y a la vista del axioma anterior, se incorpore el corolario: un síntoma de estupidez propia y ajena es aceptar, sin necesidad de prueba, la presunción de inteligencia. Sobre todo, en ese otro que, ya sabemos, es el infierno en hora punta de transporte público.