Autenticidad, solidaridad y honradez son valores que definen “Las Nieves del Kilimanjaro”, último film del cineasta francés Robert Guédiguian. La película comienza con una escena que se está haciendo tristemente habitual en cualquier país de la Unión Europea: un grupo de trabajadores de los astilleros de Marsella deciden por sorteo los veinte de entre ellos que quedarán despedidos o prejubilados tras las negociaciones con la empresa. El protagonista de la historia, Michel (interpretado por Jean Pierre Darroussin, uno de los actores fetiche de Guédiguian), que además es un veterano delegado sindical, va sacando papelitos de una urna cerrada y nombrando a aquéllos que quedan despedidos, entre ellos su propio nombre. Michel queda, por tanto, en situación de prejubilado y se encuentra feliz junto a su mujer, con quien comparte una relación de amor y amistad fructífera desde hace más de treinta años.

Así comienza esta película, que narra, con gran sencillez y realismo, relaciones y acontecimientos humanos muy reconocibles de nuestro tiempo.

La acción gira en torno a las relaciones que se establecen entre dos generaciones: la de Michel y Marie-Claire (la pareja protagonista) y sus amigos, personas maduras de más de cincuenta y cinco años y que a priori tiene asegurada su jubilación, y la generación siguiente, representada por los hijos y nietos de los protagonistas y los compañeros de trabajo, despedidos con indemnizaciones mínimas (por llevar poco tiempo en la empresa y tener unas condiciones laborales más precarias que los empleados veteranos) y que viven en un mundo lleno de incertidumbres laborales que lastra su futuro.

La película plantea la complejidad social del mundo contemporáneo, en el que los trabajadores de la vieja Europa han ido perdiendo su identidad de clase a medida que el tejido industrial tradicional se ha ido desmoronando y se han ido deslocalizando empresas. También plantea el conflicto generacional que se está produciendo en el que algunos jóvenes ven a los jubilados como privilegiados, produciéndose una especie de rivalidad vital que los enfrenta a ellos, sin darse cuenta que el enemigo es otro, no el trabajador veterano que ha luchado sindicalmente para tener esas buenas condiciones laborales que le permiten jubilarse con tranquilidad.

Esta película está llena de valores humanos de solidaridad, de compañerismo, de honradez, de amor por la vida. He leído en alguna parte que se ve con “lagrimas en los ojos y una sonrisa en los labios”. Y es así ciertamente, porque los acontecimientos que en ella suceden nos podrían pasar a cualquiera de nosotros, trabajadores de la vieja Europa. El espectador percibe que el conflicto moral y ético que tiene la pareja protagonista, y que resuelven ambos de la misma forma, es ampliamente compartido y esto llega a provocar que se haga un nudo en el estómago. Pero, el desenlace es tan vital, tan horado, tan positivo… que terminas con una amplia sonrisa en los labios. Esta película nos salva, salva a los trabajadores europeos, capaces de dar lo mejor de sí mismos en aras de la solidaridad. Nos salva, como ya nos salvó Víctor Hugo en su poema “La gente pobre”, que según cuenta el director le sirvió como punto de partida para armar esta película.

Además, la película tiene, desde mi punto de vista, un gran valor añadido: reconoce la honradez y la altura moral de todos esos veteranos sindicalistas europeos (muy bien representados por los sindicalistas de la CGT francesa al que pertenecen los protagonistas del film), que se han dejado el pellejo para conseguir derechos que ahora están en cuestión y que nos quieren hurtar con la excusa de la crisis. A todos nos compete defenderlos, en su preservación está el futuro de nuestras democracias y el desarrollo de sociedades justas, libres y solidarias.