La democracia no es solo un conjunto de procedimientos reglados mediante los cuales se vota cada cierto tiempo, se invisten gobiernos y se regula la actividad de los parlamentos. También implica unos consensos mínimos, unas actitudes exigibles y un uso adecuado de las palabras. Si se tienen los primeros atributos, pero no los segundos, la democracia puede naufragar.
Acabamos de verlo en el reciente asalto al parlamento y presidencia brasileños por miles de manifestantes y lo vimos hace dos años en un asalto similar al Congreso de los Estados Unidos por parte de una turba enloquecida y armada. La razón última de estos rechazables comportamientos hay que buscarla en los candidatos que perdieron las elecciones —Bolsonaro en Brasil y Trump en EE.UU.— y en su negativa pública a aceptar el resultado electoral. Esta —aceptar el resultado de las urnas y realizar los protocolos establecidos para el traspaso del poder— es una actitud que forma parte de los consensos mínimos exigibles. Si no se cumple, el desenlace final puede ser el que hemos visto, que ha dado lugar, en el caso norteamericano, a varias personas fallecidas.
Por estas latitudes contamos con comportamientos del mismo tenor por parte de los tres partidos de la derecha. La moción de censura a Mariano Rajoy en 2018 consiguió 180 votos e invistió como Presidente del Gobierno a Pedro Sánchez. A pesar de que se siguieron escrupulosamente los procedimientos previstos para estos casos, el gobierno resultante fue tachado de ilegítimo desde el primer momento por el Partido Popular y por Vox. Tras las elecciones de noviembre de 2019, se invistió de nuevo —siguiendo el procedimiento establecido— a Pedro Sánchez y este formó un gobierno de coalición entre PSOE y UP que, con diferentes cambios, ha llegado hasta hoy. En estos tres años de legislatura se han repetido incansablemente los calificativos de ilegítimo y okupa dirigidos al Presidente del Gobierno, arreciando en el último año con epítetos nuevos tales como “aprendiz de dictador”, “presidente fake”, felón, traidor, desleal y golpista, algunos de ellos aportación original de Ciudadanos.
Esta forma de construir el discurso político no es inocua. Si un presidente es tachado de ilegítimo y golpista, se está alentando desde el parlamento a comportamientos —estos sí, ilegítimos— que intenten en su caso destituirlo por la fuerza. Eso es exactamente lo que piden las multitudes que han vandalizado el parlamento brasileño, que el ejército destituya de forma ilegítima al presidente Lula democráticamente elegido.
Desgraciadamente, este tipo de discurso lo venimos oyendo en España desde hace demasiado tiempo, aunque no deberíamos acostumbrarnos a él. Es la causa de que muchos ciudadanos se hayan alejado de la política. De que algunos, incluso, prescindan de oír o leer las noticias políticas porque saben que van a encontrar un rosario de descalificaciones y muy poco material de interés.
Pero, hay más: la derecha también deslegitima e insulta a los partidos que apoyan los decretos del Gobierno. Les llama traidores, enemigos de España, filoetarras y otras cosas semejantes. Se confunde el desacuerdo con unas determinadas ideas con negar a esos partidos la capacidad para intervenir en política. De nuevo, estos comportamientos se alejan de las actitudes exigibles en democracia. Ser partidario de la independencia de un territorio es una idea con la que se puede no estar de acuerdo, pero es legítima, como también lo es defender la república o el comunismo. De hecho, los partidos que defienden estas ideas se han presentado legalmente a las elecciones y han obtenido en ellas millones de votos. ¿Cómo pueden ser ilegítimos?¿También lo serían sus votantes?
En cambio, no sería legítimo defender el racismo o incitar al odio contra determinados colectivos, porque son actitudes expresamente prohibidas por nuestra Constitución y por la Carta de Derechos Humanos. Lo único exigible en democracia es respetar el ordenamiento vigente. Incluso, se pueden defender ideas contrarias a la Constitución, porque esta no prohíbe hacerlo. Lejos de ello, establece procedimientos para ser cambiada. ¿Cómo podría ser cambiada si no pueden defenderse ideas contrarias a ella? Si un partido defiende un referendum de autodeterminación, está en su derecho, si bien para hacer efectivo ese deseo sería necesario cambiar la Constitución lo que, a su vez, necesitaría unos consensos muy amplios. Se puede —muchos lo hacemos— discrepar de esa opinión, pero ni es ilegítima ni es ninguna traición a nada. A lo que no se tendría derecho, por supuesto, es a saltarse la Constitución y a organizar un referendum ilegal, tal como hicieron esos partidos en 2017. Por eso mismo, sus instigadores fueron juzgados y condenados.
De partidos como Vox poco se puede esperar en cuanto a actitudes democráticas, precisamente porque su objetivo es destruir la democracia. Este partido se alimenta de la bronca y la provocación porque su pretensión es inutilizar el parlamento y el resto de las instituciones. Sólo así pueden ofrecerse como salvadores del caos que ellos mismos crean.
Pero, de Ciudadanos y el PP cabría esperar mucho más. No pueden vivir permanentemente instalados en la bronca y la descalificación. Sus palabras y sus actitudes importan para preservar un sistema democrático mínimamente sano que dignifique la política. Por mucho que les disgusten las leyes aprobadas por el Gobierno, tienen a su disposición multitud de mecanismos para oponerse a ellas, desde los recursos de inconstitucionalidad, hasta formar alianzas con otros partidos y, en última instancia, tratar de ganar las próximas elecciones para cambiarlas. Su predisposición a la bronca deslegitimadora y a los discursos antidemocráticos solo traslucen la rabieta del que se siente impotente.