Sólo cinco países de los casi doscientos que formamos las Naciones Unidas han apoyado la agresión de Vladimir Putin a Ucrania —es decir, la guerra de Putin, no lo que algunos llaman indebidamente “la guerra de Ucrania”— y todos ellos son dictaduras semejantes a la que él mantiene en Rusia. Esta agresión, inconcebible a las alturas el siglo XXI, está sirviendo para dibujar una precisa radiografía de las convicciones democráticas de nuestros partidos nacionales.
Empezando por Vox, este partido está haciendo verdaderos esfuerzos para criticar —con la boca pequeña— la invasión rusa, dado que, hasta ayer, ha confraternizado con los líderes de los otros populismos europeos de extrema derecha, desde Orbán a Le Pen, pasando por Salvini y Farage, la mayoría de ellos financiados por Rusia y admiradores de Putin. Les cuesta tanto porque el modelo de Putin en Rusia —sin libertad de prensa, con la oposición encarcelada, sin estado del bienestar, sin cortapisas para los negocios de la oligarquía— es el que ellos desean para España. De hecho, a poco que pueden, enseñan el pelo de la dehesa, como sucedió el pasado 3 de marzo en que Vox bloqueó una declaración institucional de la Asamblea de Madrid contra la invasión, pretextando un párrafo sobre la acogida de refugiados que no hacía distinción entre ucranios y nacionales de otros países.
Los partidos de derechas, por esta vez —y es de agradecer—, se han posicionado al lado del Gobierno y han apoyado tanto la condena de este a la agresión, como el envío desde España de armas ofensivas a Ucrania y la acogida sin trabas de sus refugiados. Es un signo de madurez democrática que la oposición apoye al Gobierno de turno, sea este el que sea, en materia de política exterior.
Por ello mismo, destaca con más fuerza la cerrada posición de Unidas Podemos —que además es parte del Gobierno— contra el envío de armas. Aunque solo fuera por mantener la unidad de acción, su discrepancia debería haber estado limitada a aquellos dirigentes del partido sin responsabilidades ministeriales. Pero, lejos de ello, dos ministras destacadas, Irene Montero e Ione Belarra, han venido multiplicando con insistencia sus declaraciones en contra.
Sus argumentos aparentes son que ellos apuestan exclusivamente por la vía diplomática y que dar armas a los ucranios no haría más que fomentar la escalada y aumentar el peligro de un conflicto global. Su “relato” consiste en presentarse a sí mismos como pacifistas y a los demás como belicistas. Pero ese relato se desmonta fácilmente, porque la vía diplomática se intentó hasta la extenuación y fue Putin quien la rompió, tras mentir a todos los mandatarios con los que se entrevistó, asegurándoles que no pretendía invadir Ucrania.
Cuando te disparan con tanques y misiles, no tiene sentido desgañitarse con llamadas al diálogo a quien te dispara. En esas circunstancias, está bastante claro que tu oponente desea imponerse por la fuerza y que lo único que le podría disuadir sería que tú le opusieras una fuerza mayor. Estos falsos argumentos pacifistas —como acertadamente se expuso en el debate del Congreso— son los mismos que emplearon el Reino Unido y Francia para negarse a ayudar a la República española tras el golpe de estado de Franco.
Pero, detrás de los argumentos aparentes, probablemente se esconden otras razones menos confesables. Unidas Podemos —y otras fuerzas que se reclaman de izquierdas como ERC, EH-Bildu, BNG y la CUP— odian más a EE.UU. y a la OTAN que a Rusia y solo reconocen al imperialismo cuando lo ven en el bando occidental. Está claro que no quieren aparecer ante sus bases como colaboradores de la estrategia de la OTAN y el punto de equilibrio que han encontrado ha sido condenar la invasión y, a la vez, el envío de armas.
Lo que no son capaces de ver esas fuerzas supuestamente de izquierdas es que la guerra de Putin va mucho más allá de sus ansias imperialistas hacia las antiguas repúblicas soviéticas. Putin lleva años apoyando todo aquello que pueda desestabilizar a la UE. Ha financiado a los partidos europeos de ultraderecha, ha intervenido en internet para manipular elecciones y ha apoyado el Brexit y el procés de los independentistas catalanes. Su verdadero enemigo es la democracia y la UE representa, en su visión, un “mal ejemplo” para sus antiguas repúblicas. Los ucranios, bielorrusos, moldavos y georgianos ven con envidia el crecimiento económico experimentado por países como la República Checa, Eslovaquia, Polonia, Hungría y Rumanía —antiguos integrantes del Pacto de Varsovia— desde que pertenecen a la UE. Si permite que Ucrania se acerque a la UE, no podrá impedir que otras repúblicas ex-soviéticas sigan su camino.
Por eso, la UE ha de apoyar con toda la fuerza que pueda a los ucranianos, con el único límite de no provocar un enfrentamiento armado —que sería letal— entre la OTAN y Rusia. Primeramente, por las razones de principio democráticas ya mencionadas, pero también por razones estratégicas: lo único que puede hacer desistir a Putin de su provocación es que la fuerza que tenga enfrente sea mayor que la suya. Eso incluye, por supuesto, el aislamiento internacional y las sanciones económicas, pero también quedar empantanado en una larga guerra en Ucrania. Si sufre abundantes pérdidas de hombres y material y a ello se une la subida de precios en Rusia, el cierre de bancos, la escasez de suministros y la salida de numerosas empresas extranjeras, quizás su población entienda que ha llegado el momento de desembarazarse de un dictador que no solo les atenaza desde hace dos decenios, sino que, además, se ha vuelto peligroso para la supervivencia del país.