Desde que el Partido Popular decidió mantener sine die su bloqueo de cuatro años a la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), su posición pública ha dado un giro y no ha dejado de endurecerse. Su discurso está plagado de descalificaciones al Gobierno, cuando no de medias verdades o de insultos, ha abandonado cualquier pretensión de pactos con el mismo y vota negativamente a cuantas leyes o decretos son presentados por este al Parlamento. A un año de las elecciones generales, sería sin embargo muy conveniente empezar a saber qué políticas nos esperarían si este partido ganara las elecciones.

El señor Núñez Feijóo despertó muchas expectativas cuando fue nombrado presidente del PP en sustitución del señor Casado. Ofreció moderación, gestión solvente, pactos con el Gobierno y centrarse en las alternativas que ofrecería su partido. Comenzó por sus propuestas económicas —esencialmente, bajadas generalizadas de impuestos—, que finalmente resultaron fallidas y que actualmente ha abandonado. En su discurso presente, ni siquiera critica lo que se aprueba si no, sobre todo, con quiénes se aprueba. En su opinión, cualquier pacto con filoetarras y golpistas —ese es su lenguaje—, está deslegitimado, aunque su contenido consista en subir el salario mínimo o en aprobar ayudas a los golpeados por la crisis. Aparte de criticar todo lo que aprueba el Gobierno, no ofrece ninguna alternativa, lo que hace difícil saber en qué consistiría un hipotético futuro gobierno del PP.

Tal vez sus votaciones en el Congreso nos den una pista. Este es un resumen de las más importantes:

  • Votaron no a las sucesivas subidas del salario mínimo.
  • Votaron no al ingreso mínimo vital.
  • Votaron no a la subida de las pensiones de acuerdo al IPC.
  • Votaron no a la reforma laboral.
  • Votaron no a los impuestos extraordinarios a las energéticas y a la banca.
  • Votaron no al impuesto a las grandes fortunas y acordaron la eliminación o reducción del impuesto de patrimonio en las comunidades donde gobiernan.
  • Las comunidades donde gobiernan son también las que dedican menor inversión a la sanidad y educación públicas.

Esto prefigura un hipotético gobierno del PP que congelaría el salario mínimo y las pensiones  —o haría “subidas” testimoniales del 0,25%, como en la época del señor Rajoy—, liberaría a las empresas energéticas, a la banca y a las grandes fortunas de cualquier tipo de gravamen adicional, revertiría la reforma laboral que tan buenos resultados está dando y continuaría asfixiando a la sanidad y educación públicas. Todo ello, sin contar las otras leyes que también ha prometido revertir: la de eutanasia, la llamada ley trans, la reforma del delito de sedición, etc.

Es decir, su “programa oculto” consistiría en deshacer todo lo posible la obra legislativa del actual gobierno. Si se les preguntara por su posición sobre la emergencia climática y la necesaria transición energética, o sobre otros problemas sociales graves como la imposibilidad de los jóvenes de acceder a una vivienda en alquiler, o sobre el despoblamiento rural, o sobre el 27% de la población que está en riesgo de pobreza, o sobre la desindustrialización del país, obtendríamos un sonoro silencio, porque nunca se han pronunciado sobre estos temas, o lo han hecho tan solo criticando las políticas del Gobierno, como ha sido el caso, por ejemplo, de las energías renovables.

En cuanto a sus críticas sobre con quiénes aprueba sus leyes el Gobierno, según el PP nunca se debería pactar ni con comunistas, ni con filoetarras ni con los que ellos califican de golpistas, independientemente de qué políticas se pacten —que, tal vez, sería lo más importante—. Pero resulta que estos partidos son todos ellos legales y que sus representantes fueron elegidos en unas elecciones libres en el mismo proceso y con los mismos mecanismos con los que fueron elegidos los representantes del PP o de Vox. Entre todos ellos, suman 5 millones de votos y suponen el 20% de los que votaron en las últimas elecciones. Es decir, según el PP, uno de cada cinco votantes es ilegítimo. Si el PP piensa que sus votos no son válidos, tal vez debería promover la ilegalización de estos partidos. De no ser así, debería dejar de declararles ilegítimos, tan solo porque no le agradan sus posiciones políticas.

Antes de repartir legitimidades, el PP debería repasar sus propias ilegitimidades: la más flagrante de todas, su negativa a cumplir la Constitución en la renovación del CGPJ, pero también la utilización de la policía de todos para suprimir las pruebas de su financiación ilegal (caso Kitchen), o su propia financiación ilegal (caso Gürtel) u otra media docena de tramas con nombres propios todavía inmersas en procesos judiciales.

Nuestra derecha —dejemos para otro día a la ultraderecha— tiene una visión muy estrecha de lo que es España, en la que, al parecer, solo caben los que piensan como ellos. No discrepan simplemente de otras posiciones —que sería lo habitual en democracia— sino que las demonizan y deslegitiman, repartiendo acusaciones de traición y de romper España a casi todos los demás. No acuerdan nada con la izquierda, no cumplen sus obligaciones constitucionales, no abordan los problemas acuciantes del país, no ofrecen propuestas, se pasan el día flameando banderas y quitando credenciales de españolidad, cuando no agitando fantasmas como el de la extinta ETA. Su “política” para Cataluña —si cabe llamarla así— consiste en endurecer el código penal y en negarse a todo diálogo con las fuerzas electoralmente hegemónicas de esa comunidad. Demoniza a los partidos independentistas, obviando que estos son tan solo el reflejo de una sociedad dividida en dos mitades, una de las cuales desea abandonar España.

¿Es esto todo lo que cabe esperar de la —en terminología de la Commonwealth— “leal oposición”? Tal vez lo que esté ocurriendo es que creen estar tocando el poder con las manos y han decidido echar “el resto”, que ellos entienden consiste en demonizar al contrario, negarle toda legitimidad y rechazar cualquier acuerdo con él.