Desde enero de 2021 hasta hoy, el precio del gas se ha multiplicado por cinco en los mercados internacionales y, el del petróleo, por dos. Como consecuencia, y debido a una irracional regulación de la fijación del precio de la electricidad en el mercado mayorista, el megavatio hora ha pasado de 50 Euros a 200, llegando alcanzar los 500 durante algunos días. Su repercusión en la factura de la luz es muy dependiente del tipo de tarifa, pero en términos generales y considerando las bajadas de impuestos decretadas por el Gobierno, su importe se ha aproximadamente duplicado. Las consecuencias para las economías europeas están siendo devastadoras, pero además, en nuestro país las reacciones de diversos colectivos sociales y políticos las están agravando.

Hasta julio de 2021, los incrementos de estos productos básicos, y de muchos otros productos, fueron comparativamente moderados —del orden del 30%— y obedecían a la desorganización de los mercados y de los transportes internacionales como consecuencia de un año y medio de pandemia. Pero, a partir de agosto y, sobre todo, desde el comienzo de la agresión rusa a Ucrania, los precios se han desorbitado. Rusia es una gran productora de gas y petróleo y, además, suministra el 40% del gas consumido por Europa. Ucrania, por su parte, suministraba grandes cantidades de grano y de aceite de girasol. Es innegable, entonces, que la desbocada subida de precios en todo el planeta es consecuencia de un contexto internacional extremadamente complejo, en el que una guerra, su gestación previa y dos años de pandemia se han conjugado en una tormenta perfecta para herir gravemente a la economía mundial.

En España, los sectores más dependientes de la energía como son, por ejemplo, el transporte, los taxistas o los pescadores, han visto como sus márgenes comerciales disminuían drásticamente o directamente desaparecían. Algunos, como los pescadores y varias otras empresas, han paralizado su actividad temporalmente, pero otros, como ha sucedido con una parte del transporte por carretera, se han lanzado a una huelga —agravada además con coacciones a otros transportistas y con ocasionales episodios de violencia— y han exigido medidas urgentes al Gobierno para que les compense por la subida del combustible. Dicha huelga está teniendo un impacto muy negativo en el resto de la economía, agravando así los daños de la crisis.

Descartando las acciones violentas y de coacción, que nunca están justificadas, a mi hay algo que me chirría en las actitudes de exigencia al Gobierno y de extremada urgencia por parte de estos sectores. Vivimos en un mundo capitalista en el que los gobiernos no fijan los precios de los productos. En un estricto sentido de liberalismo económico —que algunos partidos defienden a ultranza—, si a un empresario le suben sus costes en el mercado, tiene dos alternativas: o bien repercute esos costes en sus precios, o bien cierra su actividad. Pedir, y menos aun exigir, ayuda al Estado, no parecen unas actitudes muy liberales. Por otra parte, el Estado no tiene un saco sin fondo de dinero. Si paga el combustible de los camioneros o la electricidad de los que fabrican pan, ha de detraer esos recursos de otros menesteres, o bien subir los impuestos, o bien endeudarse —es decir, utilizar los impuestos de las generaciones futuras.

Afortunadamente, no vivimos en un capitalismo salvaje en el que cada uno ha de sobrevivir como pueda, sino en un estado social que protege a sus ciudadanos de diversas maneras. Así lo ha hecho, por ejemplo, durante la pandemia. En ese sentido, tiene lógica que los perjudicados por la crisis vuelvan sus ojos al Gobierno en demanda de ayuda, pero entendiendo siempre que lo que están pidiendo es que el resto de los ciudadanos, a través de la gestión del Gobierno, les echen una mano.

Si a un país le suben el precio de las materias primas que importa, como es el caso del gas y el petróleo, es claro que el país se empobrece, pues realiza una transferencia neta de renta hacia el exterior. La electricidad es un problema distinto, porque solo del 15% al 20% de la misma utiliza el gas para su generación. Los costes del otro 80% —es decir, del sol, el viento, el agua y el uranio— no han variado y no hay razón para pagar más por ello, es decir, estamos ante un problema regulatorio que el Gobierno lleva meses tratando de resolver con sus socios europeos.

La pregunta clave es cómo repartimos ese empobrecimiento, es decir, “quién paga la crisis”. Y, para ello, el Gobierno debe sopesar cuál es el equilibrio adecuado. Seguramente, una parte de la energía habría de ser subvencionada por el Estado y otra parte habría de repercutirse en los precios que pagan los consumidores. También habría que ampliar el bono social eléctrico a los consumidores más vulnerables. Lo que no es admisible es que algunas empresas —todos pensamos en los oligopolios eléctrico y petrolero— se enriquezcan mientras el resto del país se empobrece. Por otra parte, los cambios regulatorios y la financiación de las nuevas ayudas han de negociarse en Bruselas. Por eso, las urgencias tampoco son muy aconsejables.

En realidad, deberían implicarse en la solución todos los agentes políticos y sociales —es decir, los partidos, sindicatos, patronales y comunidades autónomas— para que el reparto de los costes fuera lo más equitativo posible.

Lejos de ello, en la sesión de control del Congreso ya hemos visto a los partidos de la derecha lanzarse al cuello del Gobierno achacándole, no ya una supuesta gestión deficiente de la crisis, sino la responsabilidad misma de la crisis. Entre pescar en rio revuelto y echar una mano para resolver el problema, han vuelto a elegir lo primero. Que lo haga Vox, que explota todas las desgracias en su beneficio, entra dentro de lo esperable, pero que lo hagan el PP y Cs supone que estos partidos eligen deslizarse por la pendiente del populismo más rastrero.

Como me dice una buena amiga, que es sabia, “es lo que hay”.