Como la mayoría de españoles, estos días he hecho turismo nacional. Es de las pocas cosas positivas que nos ha traído el coronavirus: re-conocer nuestra España. Porque no se me ocurre nada más, ya que seguimos inmersos, casi dos años después, en la confusión y el desconcierto, en una sexta ola, en vacunaciones masivas pero aún así nuevas variantes del coronavirus, y un largo etcétera de temores que han modificado nuestras relaciones sociales, nuestra actitud personal y nuestro estado anímico.
He escogido Barcelona, una ciudad que ha sido siempre un tanto mítica para mí. Reconozco que hace mucho que no iba, seguramente condicionada por los conflictos políticos del independentismo y por las imágenes tan negativas que se transmiten a través de la violencia callejera. Muchos prejuicios y tópicos superpuestos que, sin duda, me han influido.
Sin embargo, me he reencontrado con Barcelona. He recordado la Barcelona de mi admirado Pasqual Maragall, de su alcalde eterno, esa ciudad cosmopolita y catalana al mismo tiempo, con identidad propia que respeta tradiciones al tiempo que con el modernismo más rabioso, europea como la primera, internacionalista, que rompe tópicos, donde se entremezclan las lenguas con naturalidad, y oyes hablar en catalán, español, francés e inglés como un puzzle de encuentros sociales. En definitiva, la Barcelona con la que muchos hemos soñado siempre. Sobre todo, la gran amabilidad de su gente que hace que te sientas bien en “su” ciudad, que la sientas como una parte también del patrimonio propio.
Sorprendentemente, nadie diría, paseando por sus calles, que hay un conflicto independentista, y no dudo que muchos catalanes defiendan esa posición, pero seguramente la gran mayoría de sus defensores lo hagan desde una convicción democrática. Nadie me hizo sentir “extraña” o “española” (en negativo) en ninguno de sus locales.
Salvo cuando he querido realizar alguna visita guiada a alguna institución pública. Aquí, si existe una voluntad política ofensiva y manifiesta que no deja indiferente. En cada institución, hay un solo grupo de visita en español, frente a unos seis en catalán, ocho en inglés y cinco en francés. Solo el de español estaba completo en todos los lugares, el resto tenía una larga cola de vacantes. Sin embargo, eso no parece importar a los responsables políticos. Para ellos sí parece que es primordial “arrinconar” el español frente incluso al inglés o al francés.
A cada paso que daba, cada lugar que visitaba, se acrecentaba la impresión de que el independentismo tiene un gran componente de “forzado”, “impuesto”, por el propio gobierno autonómico. Ya sé que los votos electorales respaldan casi un 50% de apoyo a los partidos independentistas, pero la realidad cotidiana de una ciudad tan cosmopolita como Barcelona desmiente que ese sea el principal problema de sus ciudadanos. Al menos no se transmite con esa contundencia.
Analizada mi impresión personal, quisiera hacer una segunda reflexión de carácter más sociológico. Los datos que los medios de comunicación están anunciando de forma permanente es que el turismo nacional en este puente ha hecho que se recuperen cifras de antes de la pandemia, llegando al 100%, a llenazos en prácticamente todas las localidades españolas, daba igual la autonomía de la que habláramos, daba igual que fuera mar o montaña. Salvo en Barcelona que, según los datos, apenas ha alcanzado el 50%.
Este dato de turismo no es normal para una ciudad como Barcelona, que ha sido durante décadas un lugar de peregrinación turística, de arte y vanguardia, de admiración, divertida y trasgresora, futurista y amable. Catalana, española y universal, a un mismo tiempo, como el federalismo de Maragall.
Pues este macrodato avala la sensación personal que yo tenía antes de viajar a Barcelona y que manifiesta el rechazo que se está produciendo en torno a la ciudad condal. Un rechazo inmerecido pero seguramente provocado por las políticas frontales con las que juega el independentismo.
Ni Barcelona ni su gente merecen que España les dé la espalda. Barcelona sigue siendo mucha Barcelona. Ojalá el camino irracional que han emprendido determinados partidos nacionalistas no la empequeñezcan, no la arrinconen, no la saquen fuera del top de las mejores ciudades mundiales. Hay quienes siempre prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de león. Hubo una vez que Barcelona era cabeza, y llegó a ser león; hoy empequeñece ante los ojos de muchos ciudadanos, que la sienten ajena y lejana a un proyecto colectivo.
Solo dejen ya que comparta mi última experiencia. Me han preguntado en muchas ocasiones si alguna vez había sentido el síndrome de Stendhal. Y era una respuesta difícil porque nada me había hecho emocionarme como lo hace la Naturaleza.
Hoy ya tengo la respuesta: el interior de la Sagrada Familia. Cuando entré, mis piernas temblaron, apenas podía hablar sin que la voz vibrara, sentía los ojos inundados de una belleza indescriptible. Sentí que había entrado en un mundo mágico. Por primera vez, experimenté el síndrome de Stendhal. Gràcies, Antoni Gaudí.