La muerte de Georges Floyd ha desencadenado una sana y universal protesta mundial. Quizás sea la brutalidad del video del asesinato la que explique la amplitud de la reacción popular. Porque no es el primer crimen racista, y desgraciadamente no será el último, y si hubo protestas en otras ocasiones, alguna vez con tremenda violencia, se limitó -en general- a Estados Unidos, cuando esta vez la protesta se ha extendido. Además, con una extensión en contra de estamentos de la sociedad, como lo son las fuerzas del orden, acusadas de racismo y de violencia, o…contra bases históricas de la sociedad occidental.

En éste caso, algunas de estas protestas se han acompañado de derrumbamiento de estatuas de personajes históricos acusados de racismo por su pasado. Cristóbal Colón, quien con dificultad sobrevivió a la celebración del quinto centenario del descubrimiento de América, ha sufrido un nuevo asalto. Debo confesar, corriendo el riesgo de ser cualificado por algunos de racista empedernido, que no estoy de acuerdo con esta afrenta a su persona, como con otras que se van realizando en forma de un moderno auto de fe que parece destinado a liberarnos de cualquier sentimiento de culpabilidad en lo ocurrido hace cinco o veinte siglos. Voy a dar tres datos, totalmente indiscutibles, que pueden servir para mi defensa,

El 20 de abril de 1828, un francés, René Caillé conseguía la proeza de ser el primer blanco, en llegar a Tombouctou, y salir vivo de una ciudad totalmente prohibida a blancos y no musulmanes. Poco antes el inglés Laing había podido entrar en ella, pero fue muerto al ser descubierto. En Tombouctou la esclavitud estaba totalmente reconocida y practicada.

En 1811, el rey del Dahomey envió una embajada al vice rey de Brasil. El propósito era mejorar el tráfico de esclavos entre los dos países. Por esa época la presión inglesa sobre el rey de Portugal había conseguido, por propios intereses económicos, disminuirlo. En efecto, los europeos que ganaban fortunas transportando los esclavos negros de África a diversas regiones de América, sólo los recogían en los puertos de la costa. Hasta ahí los llevaban los reyes negros o los mercaderes árabes, que los habían apresado en el interior del continente. El rey de Dahomey, que no era entonces ninguna colonia de nadie, deseaba recuperar su buen negocio.

Un explorador científico, Barth, -estudiaba las lenguas africanas- liberó a Doruga, nativo del Níger, que estaba a su servicio y en una carta de marzo de 1856 le escribía: ‘Y no olvides que los negros, ellos, hicieron de ti un esclavo, y los blancos, ellos, te dieron la libertad’.*

Evidentemente, en la historia no existe mejor demostración de racismo que la práctica de la esclavitud sufrida por la población de África y sus ulteriores desarrollos. Pero esclavitud no es sinónimo obligatorio de racismo. Las sociedades de la antigüedad no la practicaban sólo en base al color de la piel y un romano de piel tan blanca como su emperador podía ser esclavo. La ventaja económica era la principal razón. Por eso se puede seguir hablando hoy de esclavitud económica. Pero tampoco descubrimiento y colonización fueron siempre y automáticamente sinónimos de esclavitud. No creo que a Colón se le pueda comparar con Leopoldo II de Bélgica.

Un sentimiento tan fundamental para la humanidad como la lucha contra el racismo no se ve favorecido con comportamientos que quieran juzgar a los que construyeron las pirámides de Egipto en base a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Pero no deben extrañarnos los excesos que conllevan las buenas indignaciones, cuando en nuestra actual vida diaria presenciamos debates políticos en los cuales nuestros contemporáneos tratan a sus adversarios como si fueran verdaderos esclavos de tiempos pasados.