Tras varios años marcados por la pandemia de la COVID-19, el futuro se presenta más incierto y abierto que en periodos anteriores, en el sentido de que ninguna tendencia (de todo tipo) es inmutable, ni puede precisarse, ni predecirse.
Un acontecimiento imprevisible ha alterado nuestra aparente seguridad, para algunos incluso desviando el propio curso de la historia. Caracterizándose nuestro mundo por altos niveles de volatilidad e incertidumbre, a consecuencia de su cada vez mayor complejidad en todos los órdenes: social, jurídico, económico, sanitario, geopolítico-estratégico, etc. Sin olvidar el vigoroso impulso del cambio social coaligado, entre otros factores, con los avances científico-tecnológicos.
La Real Academia Española de la Lengua define la incertidumbre como “falta de certidumbre”, lo que viene a significar la ausencia de un “conocimiento seguro y claro de algo” y/o la imposibilidad de adhesión de la mente a lo ignorado, sin temor a equivocarse.
La incertidumbre afecta así a nuestra percepción de las mutaciones, bien en términos de retos, bien de amenazas. En los primeros, y en el supuesto concreto de la COVID-19, con ingente cantidad de muertes, se abrieron extraordinarias oportunidades merced a la aparición de nuevas vacunas que, en menos de un año, estuvieron dispuestas para salvaguarda de la humanidad (pese a que en las zonas más desfavorecidas del planeta, el SARS-CoV-2 campó a sus anchas, provocando millones de fallecidos).
Transitamos por un momento histórico, en donde, a nuestro parecer, las graves ofensas narcisistas de la humanidad, planteadas por Sigmund Freud, como: 1) la cosmológica, 2) la biológica y 3) la psicológica, quedan reforzadas, como nunca antes, en el contexto de una civilización que, desde su inocencia, se valoraba inmune a cualquier enemigo (en el caso de este virus letal, incluso invisible).
En palabras de Freud: “Existió ante todo la humillación cosmológica que le infligió Copérnico, destruyendo la ilusión narcisista, según la cual el habitáculo del hombre estaría en reposo en el centro de las cosas; luego fue la humillación biológica, cuando Darwin puso fin a la pretensión del hombre de hallarse escindido del reino animal; finalmente vino la humillación psicológica: el hombre que sabía que ya no es ni el señor del cosmos, ni el señor de los seres vivos, descubre que no es ni siquiera el señor de su psiquis”.
Nos desenvolvemos, pues, en una sociedad global sin veracidades, donde todo o casi todo es factible: ¿quién iba a suponer una guerra en Europa en pleno siglo XXI? La calificada por el eminente sociólogo alemán Ulrich Beck, a finales de los años noventa del siglo pasado, como sociedad del riesgo, es una realidad palmaria, que parece deslizarse a pasos agigantados hacia el peligro.
En la actualidad, entendemos que el riesgo se asocia a la probabilidad de que acontezca un suceso futuro e incierto con resultado de daño o peligro, y que este último se convierta, a su vez, en funesto. Visión que matiza el sociólogo británico Anthony Giddens en los siguientes términos:
“Riesgo no es igual a amenaza o peligro. El riesgo se refiere a peligros que se analizan activamente en relación con posibilidades futuras… De ahí que la idea de riesgo suponga una sociedad que trata activamente de romper con su pasado: característica fundamental, en efecto, de la civilización moderna”.
Aunque el riesgo versus peligro es contemplado por Giddens y Beck como algo propio de las sociedades premodernas (siendo voluntad del destino o de los dioses), en nuestros días es posible anticipar la catástrofe, que siempre se manifiesta acotada espacial, temporal, social y jurídicamente. Veamos sus ideas:
Riesgo no es sinónimo de catástrofe. Significando la anticipación de la misma. Los riesgos señalan una hipótesis futura de ciertos acontecimientos y procesos, hacen presente una situación mundial que (aún) no existe… La categoría de riesgo se refiere, por tanto, a la realidad discutible de una posibilidad, que no es mera especulación, pero tampoco una catástrofe efectivamente acaecida. De ahí que los riesgos son siempre acontecimientos futuros, que pueden presentarse, que nos amenazan, determinando nuestras expectativas e invadiendo nuestras mentes y resultando así una fuerza política transformadora. A lo que añadiríamos nosotros que también jurídica en determinados supuestos.
Ahora bien, el riesgo ya no es probable preverlo, orientándose la perspectiva de Beck hacia una visión en donde el infortunio y la fatalidad toman el relevo, sustituyéndoles en el imaginario social. Lo acontecido en los últimos años nos ha infligido un golpe de realidad de máximo alcance, concienciándonos sobre nuestra extrema fragilidad como seres humanos.
Y así nos movemos, siendo cada vez más difícil anticiparnos al futuro. De tal suerte que las decisiones que adoptamos se acotan en un cortoplacismo, que genera, si cabe, más incertidumbre. Y ello, tanto en los planos sociológicos, como jurídicos, pues no en vano, todo lo jurídico pasa por el estadio previo del análisis social. Dado que es el legislador quien convierte en jurídico aquel fenómeno sociológico que interesa sea regulado e introducido en el ordenamiento legal. Pese a que esta transmutación se lleve a efecto con una lentitud tal, que en la práctica equivale a una disección abierta y cuasi controvertida de los fenómenos sociales, por un lado, y los jurídicos, por otro.
Constatándose, como expresábamos al comienzo, que ninguna tendencia (sociológica o jurídica) es inmutable, ni puede precisarse, como tampoco predecirse.
Retomando el nudo gordiano de esta reflexión, compartida con ustedes, y aun cuando de nuestras palabras se infiera un cierto pesimismo vital, nos permitirnos trasladarles, como ciudadanos y científicos social y jurídico (aunque el malestar nos asalte más de lo deseado), las palabras de Honoré de Balzac:
“Toda felicidad depende del coraje y trabajo”.
Y coraje y trabajo no han faltado, ni faltarán de la mano de tantos y tantos hombres y mujeres de bien que, con su ejemplo, nos inspiran el camino a seguir.
¡La grandeza humana en plenitud!