La disolución de las Cortes Generales por parte del Presidente del Gobierno el pasado 29 de mayo ha suscitado toda clase de críticas por parte de los mismos que hasta un día antes pedían al Presidente que convocara elecciones y también por parte de quien convocó elecciones autonómicas en el mes de julio de 2021. En este artículo no vamos a comentar las críticas por esa decisión, sino que vamos a enmarcar la decisión presidencial en su contexto constitucional.

La potestad de los Gobiernos (o de sus Presidentes, según las Constituciones) de disolver el Parlamento y de convocar anticipadamente elecciones busca establecer, en principio, un sistema de equilibrio entre el Parlamento y el Gobierno y es un fenómeno propio del sistema parlamentario. A diferencia del presidencialismo, donde Ejecutivo y Legislativo no están conectados y un órgano no depende del otro, en el parlamentarismo el Gobierno emana del Parlamento (si es bicameral, puede depender de una sola Cámara o de los dos), que no sólo le concede la confianza para gobernar, sino que también puede retirarle esa confianza mediante la aprobación de una moción de censura. Para equilibrar las relaciones entre Parlamento y Gobierno, de modo que uno de los dos órganos no se sitúe en una posición de preeminencia sobre el otro, el parlamentarismo ha previsto que el Gobierno (a veces, sólo su Presidente, como ocurre en España) puede disolver anticipadamente el Parlamento y convocar nuevas elecciones.

El instituto de la disolución anticipada del Parlamento no siempre ha tenido como fin asegurar unas relaciones equilibradas entre aquel y el Gobierno. Es cierto que en el Reino Unido la prerrogativa de disolver la Cámara de los Comunes era, desde el siglo XVIII, en palabras de Bagehot, una “válvula de seguridad” y un elemento “regulador” en el marco de un sistema de pesos y contrapesos (Walter Bagehot: La Constitución inglesa, México D. f., 2005, págs. 182-192) que aseguraba el respeto al principio parlamentario. Pero en el resto de Europa, en el siglo XIX, el derecho del Poder Ejecutivo de disolución del Parlamento era más bien, en las Monarquías constitucionales de aquel tiempo, un instrumento de poder del Ejecutivo (y con frecuencia del mismo Rey) sobre el Parlamento, que expresaba, con más o menos fidelidad, el sentir de la opinión pública. Incluso en el siglo XX esa prerrogativa se traspasó a los Presidentes de las nuevas Repúblicas (Constituciones alemana de 1919, checoslovaca de 1920 y española de 1931), lo que debilitó el parlamentarismo en esos países.

En la actualidad, la prerrogativa del Gobierno de disolver el Parlamento se inscribe en los fundamentos del parlamentarismo. El sistema parlamentario se basa en la atribución al Parlamento (a todas sus Cámaras o a una sola) de la función de otorgar y retirar la confianza (véase Robert Redslob: Le régime parlementaire, París, 1924). Pero para alcanzar un sistema de equilibrios entre Parlamento y Gobierno que asegure el principio de separación de poderes, las Constituciones han optado por otorgar al Gobierno unos instrumentos similares a la moción de censura de que dispone el Parlamento, es decir, la posibilidad de finalizar anticipadamente la legislatura y convocar nuevas elecciones. Como el sistema parlamentario se funda en un equilibrio de poderes, esa igualdad de armas de los dos órganos centrales del Estado (Parlamento y Gobierno) contribuye a ordenar unas relaciones más igualitarias, más equilibradas.

La Monarquía española es un Monarquía parlamentaria donde prima, precisamente, el parlamentarismo con algunas peculiaridades respecto a otros países. La primera peculiaridad es que teniendo un Parlamento bicameral la relación fiduciaria entre Gobierno y Parlamento sólo corresponde al Congreso de los Diputados, no al Senado, que no participa en el otorgamiento de la confianza ni en su retirada mediante la moción de censura (en Italia, las dos Cámaras participan en el otorgamiento y retirada de la confianza). La segunda e importante peculiaridad es que la relación fiduciaria se establece entre el Congreso (que vota la investidura) y el Presidente del Gobierno, no con el Gobierno en su conjunto. Y por paralelismo de formas, el Congreso retira su confianza al Presidente, no al Gobierno.

Con estos antecedentes estamos en condiciones de analizar la decisión del Presidente del Gobierno de disolver las Cortes y convocar elecciones. En primer lugar, es una práctica bastante aplicada en España desde que está en vigor la Constitución de 1978. De todas las disoluciones de las Cortes desde la primera de 1982, en seis ocasiones (1982, 1986, 1989, 1993, 1996 y 2011) fue anticipada por decisión del Presidente del Gobierno. En otras dos ocasiones la disolución estuvo causada por la imposibilidad de elegir Presidente del Gobierno tras una primera votación de investidura (2016 y abril de 2019) y sólo cuatro veces el Presidente agotó la legislatura (2000, 2004, 2008 y 2015).

Luego, la práctica de los Presidentes del Gobierno ha ido más hacia la disolución anticipada que hacia el agotamiento de los cuatro años de la legislatura. Felipe González, por motivos diferentes, nunca agotó la legislatura, pero José María Aznar y Mariano Rajoy la agotaron siempre. Dentro de los adelantos electorales hay disoluciones que podríamos llamar “tácticas” que persiguen celebrar elecciones cuando el Presidente considera que su partido está bien situado ante el electorado, normalmente adelantando unos pocos meses la elección (1986 y 1989), pero en otras ocasiones la disolución está motivada por un contexto parlamentario o exterior negativo (1982, 1993, 1996, 2011) que se salda con diferentes resultados, pues en las elecciones de 1993 el PSOE ganó tras un año crítico, pero fue derrotado en 1996 y 2011, igual que UCD en 1982.

Por consiguiente, que ante una derrota electoral subnacional el Presidente del Gobierno decida convocar elecciones es un acontecimiento que forma parte de las funciones del instituto de la disolución anticipada. Conforme al sistema de equilibrios establecido en la Constitución, el instrumento de la disolución anticipada busca establecer una situación de equilibrio con el Parlamento. Pero no se debe caer en el reduccionismo de pensar que sólo la pérdida de la mayoría parlamentaria (como pasó en 1996 y en cierto modo en 1982) habilita al Presidente a disolver las Cámaras. Si el Gobierno detecta una variación en la opinión pública y una derrota electoral subnacional lo puede indicar, está justificado (aunque no es obligado) que el Presidente decida incidir sobre el estado de la opinión pública con un llamamiento a las elecciones legislativas.

También hemos de tener en cuenta que tras las elecciones autonómicas se puede producir un cambio en la composición del Senado, pues los nuevos Senadores autonómicos pueden corresponder más a la actual oposición que a la mayoría, por lo que el equilibrio parlamentario puede verse muy alterado y es el momento de intentar otra vez obtener una mayoría suficiente en la segunda Cámara.

Otra razón constitucional para disolver anticipadamente es la incidencia de los resultados electorales sobre el equilibrio de la coalición de Gobierno. Si los resultados no han sido buenos para el principal partido del Gobierno, el PSOE, para el segundo han sido mucho más negativos y ese fracaso puede abrir una dinámica de desestabilización en la coalición de partidos, Unidas Podemos, que incluso puede desestabilizar a la coalición gubernamental.

Más allá de una visión corta de las relaciones entre órganos constitucionales y, más precisamente, de las relaciones entre Gobierno y Parlamento, la disolución de las Cámaras tiene como misión asegurar el equilibrio del sistema político. David Easton concibió la vida política como un sistema de interacciones sociales entre grupos e individuos (David Easton: Esquema para el análisis político, Buenos Aires, 1969, pág. 78) y esa idea de la interacción (que para el profesor estadounidense rebasaba las estructuras políticas convencionales) nos ayuda a entender que la posición de cada órgano constitucional, como el Parlamento o el Gobierno, no depende sólo de su posición jurídica conforme a la Constitución, sino también de su posición política ante los partidos políticos y ante los ciudadanos. De modo que el instituto de la disolución anticipada tiene como fin en la Constitución asegurar la relación equilibrada entre el Congreso y el Gobierno, pero también modular la posición del Gobierno frente a los partidos y a los ciudadanos. De modo que si el Presidente del Gobierno considera, tras unas elecciones con resultados adversos para los partidos del Gobierno, que es el momento de evaluar cómo está establecida la interacción entre los partidos y el cuerpo electoral, debe acudir a la convocatoria anticipada de elecciones para conocer cómo responde actualmente la opinión pública.

En definitiva, teniendo la Constitución la vocación de organizar la práctica política de un Estado, los procedimientos que esta pone a disposición del Gobierno y de su Presidente (como la disolución anticipada) contribuyen a abrir nuevas dinámicas políticas en el seno del sistema político, pues, como dijo Josep Maria Vallès, la Constitución forma parte de los recursos que se manejan en el día a día de la política (Ciencia política. Una introducción, Barcelona, 2006, pág. 175).

Este es el fundamento constitucional último de la decisión del Presidente del Gobierno de disolver las Cortes y convocar elecciones. Se ha criticado el carácter personal y no colegiado de la decisión, pero ese carácter personal es coherente con el modelo constitucional, pues dentro de los tipos de organización del Gobierno en los sistemas políticos (de dirección presidencial o de canciller, colegial y departamental) en España predomina el modelo o principio de dirección presidencial, como se ve en algunos artículos de la Constitución (98.2, 99, 100, 101, 112 y 115) y se proclama en el preámbulo de la Ley del Gobierno de 1997. Eso explica que la decisión de disolución anticipada sea exclusiva del Presidente, aunque lo deba debatir el Consejo de Ministros, sin ninguna intervención del Rey, como sí ocurría en la Monarquía constitucional de la Restauración donde realmente quien decidía el Monarca. Con el principio de dirección presidencial que impregna todo el sistema político español, la disolución anticipada es una decisión exclusiva del Presidente.