Me atrevo a afirmar que el Auto del Tribunal Constitucional de 19 de diciembre que suspende la tramitación en el Senado de la reforma parcial de la LOPJ y de la LOTC ha dejado estupefactos a la práctica totalidad de los “constitucionalistas” españoles (considerados así, en su acepción propia, auténtica y neutral, los profesionales de la enseñanza y la investigación del Derecho Constitucional que no los impostados que disfrutan arrojando la Constitución a la cabeza de sus adversarios).
Personalmente, no dudo que he perdido bastante crédito profesional al haber negado de plano durante los últimos días a quien me ha preguntado la más remota posibilidad de que el Tribunal Constitucional adoptara la medida “cautelarísima” de suspender sendas enmiendas legislativas en trámite impidiendo al Senado el ejercicio pleno de su potestad legislativa.
Y, por supuesto, la participación de magistrados recusados en la deliberación y resolución del incidente de recusación quedará en los anales de la impudicia ante la perplejidad no solo de los profesionales del mundo del Derecho o de la Política sino, también, de cualquier ciudadano que aprecie un funcionamiento mínimamente ético y decente en el ejercicio de funciones públicas (siendo las atribuidas al TC de la más alta consideración y exigencia).
El Auto del TC de 19 de diciembre marcará, sin duda, un antes y un después en la historia del régimen constitucional nacido en 1978. No creo exagerar si digo que nada será igual en el aprecio y valoración del papel que juega en nuestro sistema político el Tribunal Constitucional tanto en el plano social como jurídico. Es difícil no tener la sensación de que esta fecha marca el cénit de una escalada en la progresiva degradación de la credibilidad de la jurisdicción constitucional española.
Grosso modo me atrevo a afirmar que en España la justicia constitucional ha recorrido buena parte de los últimos cuarenta años preservando un reconocimiento y consideración bastante general. Durante tres décadas, hasta la Sentencia del Estatut (2010), las imputaciones de desviación o contaminación en sus resoluciones resultaron casi anecdóticas (¿Rumasa, …?) y en casi nada dañaron su prestigio. Pero la STC del Estatut marcó el inicio de un proceso de devaluación progresiva que ha alcanzado cotas insospechadas con este reciente Auto trasladándose a la ciudadanía la inevitable percepción de una justicia constitucional “de parte” y alineada políticamente. Es – y lo será durante mucho tiempo – difícil revertir esta convicción ampliamente compartida.
Lo más sobrecogedor del pronunciamiento del TC reside en el abandono de una irrenunciable y siempre exigible posición neutral ajena a la controversia y la disputa política. Durante las últimas cuatro décadas – en mayor o menor medida – el Tribunal Constitucional había logrado alejarse del ring y tomar distancia del conflicto político partidista. La LOTC y la propia práctica del TC preservaba e intentaba evitar escrupulosamente el riesgo de identificación de sus pronunciamientos con las posiciones alineadas ideológicamente y solía buscar el “enfriamiento” de los litigios más sensibles, de mayor repercusión social y que pudieran crear o provocar alteración significativa en la convivencia de los españoles. No de otra forma se explica que, hoy, doce años después, todavía esté pendiente de resolver el recurso de inconstitucionalidad del PP contra la ley del aborto.
Pero el TC ha abandonado el buen sentido de la prudencia institucional que ha caracterizado su existencia desde 1980. Prudencia que traía causa de la presunción de legalidad constitucional atribuida a los actos de los poderes constituidos. Alejándose de plano de todo “activismo jurisprudencial”, el TC siempre otorgó a los poderes constituidos y directamente legitimados por las urnas una reverente y respetuosa posición central en la arquitectura constitucional.
El Parlamento, depositario directo de la soberanía popular y titular de la superior potestad legislativa del Estado, mereció del TC desde el principio un democrático prejuicio de legitimidad y legalidad constitucional que el pasado 19 de diciembre se quebró. El TC ha dado un salto en el vacío aupándose de forma altanera sobre el Parlamento y ejerciendo una vigilancia preventiva de la legalidad constitucional ajena a su diseño en la Constitución y en la LOTC.
La percepción general de que, lejos de mantener una posición distante y prudente, el TC ha bajado a la arena tomando partido, tardará en desaparecer. Desgraciadamente, a los integrantes del Alto Tribunal que protagonizaron tal posicionamiento no los redimirá la Historia. Revertir esta percepción en beneficio de la irrenunciable credibilidad y autoridad del TC será tarea de quienes les sucedan en sus mandatos y, sin duda, los responsables políticos deberán tomar buena nota y adquirir conciencia de los riegos a los que se somete al orden constitucional – y a la convivencia pacífica entre los españoles – cuando se banaliza y devalúa el proceso de selección de las altas magistraturas y se bloquea chantajista y ventajistamente la renovación de los órganos constitucionales.
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Artemi Rallo Lombarte es Catedrático Derecho Constitucional y Senador