Hay gente que cree que la única legitimidad en una democracia es la que se deriva de las urnas. Unas urnas, por cierto, que en España no permiten elegir sino lo que los partidos precocinan previamente en listas cerradas y bloqueadas. Pero dejemos atrás este problema y sigamos a lo que nos trae a este foro. Para ellos, una vez se vence, el que gana se lleva todos los despojos de la batalla. Debería poder poner su propia policía, sus propios jueces, sus propios fiscales y garantizar que nadie detenga sus extraordinarios proyectos de transformación y cambio. Probablemente, pasado un tiempo, lo mejor sea evitar que la oposición pueda progresar electoralmente, algunos cambios legislativos en las normas electorales o en los requisitos para ser candidato suelen ayudar. Al final, tenemos una “democracia”. Eso sí, con elecciones periódicas convenientemente controladas y opositores en la cárcel. Una democracia que, para estos defensores de la “soberanía popular”, debe ser de calidad, por lo que aseveran. Por fortuna, España no tiene aún esa “calidad” democrática, ni esa “democracia popular”, por el momento. Los socialistas estoy seguro que seremos siempre una barrera contra esa deriva.

La democracia liberal no se fundamenta, ni se puede fundamentar en la legitimidad de las urnas exclusivamente. Existen fundamentos morales y procedimentales que lo impiden. El primero, de naturaleza ética, es el del respeto a la dignidad de la persona, y su correlato en la protección y defensa de los derechos humanos. Las urnas no pueden usarse para aplastar derechos fundamentales, pues sólo desde los derechos fundamentales existen y pueden existir las urnas. El respeto a las minorías está en la esencia de cualquier democracia que crea en la dignidad humana. Una verdadera democracia de calidad se funda en la soberanía popular, la igualdad política y los derechos humanos. Repito los dos últimos: igualdad política y los derechos humanos.

La democracia parte de un principio, muy bien expresado por Dahl, el de que todos los miembros de la comunidad política deben ser tratados -bajo la Constitución- como si estuvieran igualmente cualificados para participar en el proceso de toma de decisiones sobre las políticas que vaya a seguir la asociación. El voto mayoritario de un momento no puede generar el derecho a crear instrumentos jurídicos que expresen la superioridad moral de las mayorías. Proteger a la minoría, siempre que se exprese por medios pacíficos, es proteger la democracia. Las instituciones democráticas tienen que asumir que cada persona posee la capacidad de concebir una idea del bien y un sentido de la Justicia, y que debe ser respetado en esas convicciones. No hay, ni puede haber, para un verdadero demócrata, un momento constituyente que permita destruir estos principios. Los partidarios de Carl Schmitt hablan de los derechos humanos como de una barrera que no debe detener sus aspiraciones transformadoras. Los socialistas, desde sus orígenes, han creído que no puede haber transformación sin respetar los derechos humanos.

A partir de esas ideas, siguiendo a Rosanvallon, surgen otras tres legitimidades, además de la soberanía popular, en la democracia. La legitimidad de imparcialidad, que implica garantizar la aplicación imparcial de la ley, la gestión imparcial de los servicios públicos, y eso no se consigue sino con una Administración meritocrática y una justicia independiente. Una Administración garantizada en su imparcialidad con los principios de mérito en el acceso y carrera es esencial para la democracia. Otra legitimidad es la de reflexividad, que consiste en asegurar una visión más plural del bien común que la gubernamental; para eso está el papel de los tecnócratas y la capacidad de un análisis desapasionado de los problemas y la búsqueda de soluciones fundada en el conocimiento. No quiere decir esto que se sustituya a los políticos, pero sí reconocer que los políticos son unos actores más en ciertos ámbitos y que muchas veces tienen que ceder sus decisiones a órganos técnicos, a esto que llamamos instituciones no mayoritarias. Y finalmente, la legitimidad de proximidad, que es la cercanía de las propuestas al entorno y a las circunstancias, la participación de los afectados en la búsqueda de soluciones y en la toma de decisiones, la cercanía a la gente en lugar de la distancia gubernamental propia del modelo de gobernación pre-democrático.

En suma, buscar la igualdad política a través de la participación activa de la ciudadanía, intentar que en la toma de decisiones se tengan en cuenta los intereses de todas las personas afectadas y que las normas y actos administrativos traten de servir el interés general con la máxima deliberación y los menores sesgos posibles es, también, hacer democracia. Controlar la arbitrariedad de los decisores públicos, que no son ángeles, como recordaba Madison, a través de los controles de legalidad, eficacia o buena administración es, de nuevo, servir a la democracia. De ahí que las mejores democracias son aquellas donde los pesos y contrapesos reducen las posibilidades de la arbitrariedad, los abusos de poder y la corrupción. Por ello es tan importante controlar la calidad de las normas. Las normas deben surgir cuando son necesarias, deben pensarse bien, tienen que evaluar su impacto económico, medioambiental, de género. Deben ser evaluadas en su implementación, para ver si se están cumpliendo. Y, desde luego, deben evaluarse en su impacto, para saber si sirvieron para aquello para lo que nacieron. No hacer esto es, simplemente, poner en manos de la arbitrariedad, las ocurrencias o la corrupción de decisores temporales el futuro del país. Si son honestos y competentes se sentirán más seguros y respaldados superando estos procesos de control. Si no lo son, entiendo perfectamente que quieran eliminarlos. La legitimidad de imparcialidad exige no sólo esto, sino también una Administración que puede justificar sus decisiones, que da audiencia a los interesados, que es transparente en la explicación de cómo y por qué siguió el camino elegido y que protege los datos de la ciudadanía y no abusa de la información que atesora. Todo esto no es una moda anglosajona, es parte esencial de la democracia moderna, y para ello basta leer informes diversos del Consejo de Estado francés o de los órganos de control de los países nórdicos de Europa.

Pero, a todo ello, conviene recordar la complejidad de la sociedad actual, una sociedad del riesgo y reflexiva, sometida a cambios tecnológicos disruptivos, con una economía fuertemente financiarizada, tremendamente endeudada y sometida al embate de la pandemia. En este marco, pretender que las decisiones de personas, situadas por diversos embates de la fortuna en puestos de relevancia política y administrativa, puedan hacerse sin contar con expertos, con análisis sofisticados de datos, con evaluaciones rigurosas de riesgos es un dislate. El gobierno del momento o es gobierno “con” expertos o es desgobierno. Por muy buenas intenciones que se tengan, por mucha experiencia que se crea tener, hoy no se puede gobernar desde “el sentido común” y las buenas intuiciones. Todo ello sin contar con que, dejados a su libre antojo, una gran parte de nuestros dirigentes no controlaría su egoísmo, su pasión por el dinero o por el poder, y de ello tenemos ya numerosos ejemplos en España.  De acuerdo con el premio Nobel de economía Douglass C. North, el  “dilema fundamental” para explicarse el éxito o fracaso de las sociedades es el conflicto entre eficiencia económica y el egoísmo de los gobernantes, de ahí que, cuando en un país el autointerés de los gobernantes se ha puesto por encima de la eficiencia y el progreso económico, los resultados han sido nefastos para el crecimiento económico y el bienestar social[1]. Para minimizar tal problema, el propio North junto con Weingast defendieron que lo mejor son las constituciones que limitan efectivamente el poder del gobernante. En tal sentido, un poder judicial independiente y órganos constitucionales de control con garantías de imparcialidad también son esenciales para el desarrollo económico. Pero, además, es clave para tal desarrollo una administración profesional y meritocrática[2] y, en definitiva, un gobierno con calidad, sobre todo, un gobierno que asegure la imparcialidad en la aplicación de la ley[3].  En suma, que la generación de instituciones estatales que aseguren previsibilidad, seguridad jurídica, equidad e imparcialidad son la clave del desarrollo. No se trata, así pues, de dejar un gobierno sin instituciones, sino de reducir poder al ejecutivo a través de las propias instituciones estatales, las cuales, adecuadamente diseñadas, incentivarán conductas eficaces y honestas en los gobernantes y servidores públicos y desincentivarán conductas corruptas, abusivas y extractivas[4].

El éxito en la gestión del Plan de Recuperación depende de la calidad de las normas y decisiones que se tomen, depende de la objetividad con que se adopten las decisiones que sirven al interés general y de la imparcialidad con que se implanten, depende del rigor técnico y de la honestidad con que se generen y ejecuten.  No es una cuestión de “buena voluntad”, “rapidez” y “progresismo”. Estos elementos se suponen en nuestros gobernantes, pero sólo con ellos el fracaso está garantizado y el retorno de la derecha estará más cerca. Parece que, para que algunos gestionen felizmente, debemos poner en riesgo los controles y avances democráticos que nuestra democracia ha ido consolidando. Gestionar en democracia es difícil, la complejidad de la realidad actual lo hace aún más exigente. Pero nadie está obligado a ser subsecretario o director general. Si lo son, será para servir el interés general con objetividad, como dice nuestra Constitución, y no para poder disfrutar del “ordeno y mando”.  Si la gobernabilidad es esa capacidad del sistema político de superar problemas a través de la actividad estatal, la gobernabilidad democrática es aquélla que lo hace a través de reglas democráticas, deseables, además, en sí mismas como componentes indispensables del desarrollo humano.

Todo esto no impide, sino todo lo contrario, promover e implementar las reformas necesarias y urgentes que se demandan. Menos control “pre” y mejor control post, flexibilidad en la gestión de plantillas, evaluar rendimiento con datos, generar sistemas de banderas rojas gracias a las nuevas tecnologías, etc. Pero no tiremos el agua del barreño con el niño dentro. No sea que al final, cuando hagamos el inventario, nos encontremos con que ni conseguimos los fines de recuperación y resiliencia deseados, ni podamos decir que, al menos, lo hicimos honestamente, sin corrupción ni despilfarros.

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[1] NORTH, D. C. (1981) Structure and Change in Economic History. New York: W. W. Norton.

[2] RAUCH, J.E. Y EVANS, P.B. (1999) “Bureaucracy and Growth: A Cross-National Analysis of the Effects of Weberian State Structures on Economic Growth”. American Sociological Review, 64 (5) : 748-765.

[3] ROTHSTEIN, B. (2011): The Quality of Government, The University of Chicago Press, Chicago.

[4] ACEMOGLU, DARON Y ROBINSON, JAMES A. (2012, 2013).Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty. New York: Crown; London: Profile Books.