Según un reciente informe del Banco Mundial[1], la pobreza extrema se incrementará en el mundo, tras más de dos décadas de retroceso, a consecuencia de la COVID-19, a lo anterior hay que sumar los efectos de los conflictos y el cambio climático, que estaban ya impactando negativamente sobre los avances en este campo.
Expone que muchos de los nuevos pobres vivirán en países con tasas elevadas de pobreza y que en algunos países de ingreso mediano un significativo número de personas recalará en la pobreza más extrema. La previsión es que para 2030 la tasa de pobreza mundial se situará en torno al 7%.
Además, anticipa que habrá más habitantes en pobreza extrema que vivan en zonas urbanas, a diferencia de la tendencia tradicional, según la cual afectaba más a los residentes de las zonas rurales.
Los datos no dejan lugar a dudas, menos de la décima parte de la población en todo el planeta vive con menos del equivalente en sus países a 1,90 dólares americanos diarios, cerca de la cuarta parte vive con menos de 3,20, y más del 40 % (unos 3.300 millones de personas) lo hace por debajo de los 5,50 dólares
La crisis derivada de la COVID-19 también ha reducido el crecimiento de los ingresos del 40 % más pobre. La desaceleración de la actividad económica ha involucrado, en mayor medida a los más vulnerables, difiriendo de la evolución de los años previos.
Esta grave situación ha exigido poner en marcha políticas de protección social. No en vano, donde no se han promovido se están desencadenando mayores tasas de desigualdad, menos movilidad social entre los sectores con dificultades y, eventualmente, menores niveles de resiliencia frente a crisis de futuro que puedan estar por llegar.
En definitiva, es preceptivo proporcionar una cobertura social amplia e integral para superar la pandemia, preservar los medios de subsistencia mediante el mantenimiento y/o recuperación de los empleos y fortalecer al máximo los sistemas de protección social.
En algunos países en desarrollo se están adoptando medidas en salud pública, se trabaja para garantizar el suministro de equipos esenciales, se dota de ayudas al sector privado para que continúe con su actividad, a la par que se promueven acciones para mantener los empleos.
Según datos de Naciones Unidas, hechos públicos el pasado mes de octubre, el coronavirus llevará a la pobreza a unos 115 millones de personas, y los más de 700 millones de seres humanos que vivían con anterioridad a la Covid-19 con menos de dos dólares diarios se verán seriamente afectados. Concretamente los países en desarrollo o con crisis humanitarias son los que se han llevado la peor parte, pues el coronavirus ha enfermado a millones de personas, millones también se encuentran en riesgo de caer en la pobreza extrema y el desempleo, ha aumentado alarmantemente la desnutrición (para Oxfam Intermon, 55 millones de personas se enfrentan al hambre extrema en: Yemen, República Democrática del Congo, Nigeria, Burkina Faso, Afganistán, Sudán del Sur y Somalia[2]).
Las mujeres y niñas son las que están corriendo más riesgos, pues según Naciones Unidas, la mayoría de los países no han acometido disposiciones específicas de lucha contra la violencia de género, medidas de apoyo a los cuidados no remunerados y no han fortalecido su seguridad económica[3].
Para el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterrez, la COVID-19 supone para las personas más pobres del mundo una doble crisis, por un lado, tienen más riesgo de contagiarse del virus y, por otro, menos acceso a una atención de salud de calidad. Por lo que, coincidiendo con el Banco Mundial, opino que, más que nunca, es necesario dispensar una protección social amplia y de calidad en todo el mundo, que haga posible abordar los nocivos impactos de un virus que ha producido extraordinarios cambios y sufrimiento en nuestras vidas[4].
Si hay algo que ha puesto de relieve esta crisis sanitaria es que entre las carencias estructurales a nivel planetario destaca la inadecuación de los sistemas de salud, su falta de cobertura universal y, en su caso, su inexistencia.
En este sentido, desde Naciones Unidas se apuesta por actuar globalmente a través de medidas de salud pública que permitan controlar la transmisión de la COVID-19, proteger la dispensación de otros servicios de salud prioritarios (enfermedades infecciosas, cáncer, patologías cardiacas, salud mental….), garantizar el acceso universal a futuras vacunas y tratamientos, financiar el Acelerador ACT[5] y preparar coordinadamente respuestas ante futuras pandemias.
No hay dudas sobre que lo vivido en los últimos meses supone un antes y un después para nuestra civilización, y pasará a los libros de historia como una fase colmada de incertidumbres y riesgos, particularmente para los de siempre, los más indefensos. Las lecciones de tan inédita experiencia, que nadie hubiera previsto hace tan sólo un año, deberían enseñarnos a redirigir la deriva de sociedades cada vez más inequitativas, pues parafraseando al sociólogo Göran Therborn “La desigualdad mata” y nos aleja del que habría de ser nuestro verdadero fin, ser constructores de paz y armonía.
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[1] Véase, https://www.worldbank.org/en/publication/poverty-and-shared-prosperity#:~:text=The%20Poverty%20and%20Shared%20Prosperity,extreme%20poverty%20was%20steadily%20declining.&text=The%20report%20presents%20new%20estimates,on%20global%20poverty%20and%20inequality.
[2] Véase, https://oxfamilibrary.openrepository.com/bitstream/handle/10546/621065/bn-later-too-late-hunger-covid-19-131020-es.pdf
[3] Véase, https://data.undp.org/gendertracker/
[4] Véase, https://www.un.org/es/coronavirus/articles/scale-investment-universal-health-coverage-and-stronger-health-systems
[5] Véase, https://www.who.int/es/initiatives/act-accelerator