El espectáculo del 3 de febrero en el Congreso, con motivo de la votación sobre el decreto de reforma laboral, ha sido la gota que ha colmado el vaso del hartazgo ciudadano. A partir de ahí, las cosas solo pueden ir a mejor, porque a peor es casi imposible.
Por orden de importancia, lo primero a denunciar es la “política” —por llamarle de algún modo— de tierra quemada del actual PP. Su negativa a apoyar una reforma que era el resultado de nueve meses de negociación entre sindicatos y empresarios, y que contaba con la aprobación de estos últimos, solo puede entenderse desde su empeño en dañar al Gobierno de todas las formas posibles.
Pero, de paso, dañaban también a todos los españoles, impidiendo que miles de millones de fondos europeos llegaran a España. El PP sabía que la reforma laboral acordada era uno de los requisitos exigidos por Bruselas. Pero les daba igual. Hace ya mucho tiempo que han puesto sus intereses electorales por delante de cualquier otra consideración. Ya lo vimos en los momentos más duros de la pandemia.
Lo segundo, es la actitud oportunista de los supuestos socios del Gobierno —PNV y ERC—, que apretaron las clavijas hasta el último momento para, en un caso, intentar conseguir privilegios para su Comunidad y, en el otro, degradar el prestigio de la Vicepresidenta, cuya opción se ha convertido en un peligro electoral para su hegemonía en Cataluña.
El caso de EH Bildu y BNG —que también votaron en contra— tiene más que ver con su infantilismo político que con otras consideraciones. A fuerza de creerse muy de izquierdas, terminan votando lo que más conviene a la derecha y la ultraderecha.
La actitud de PNV y ERC era poco coherente, porque en el fondo deseaban que se aprobara la reforma, que ellos sabían beneficiosa para trabajadores y empresarios, y también para sus Comunidades por la llegada de los fondos europeos. Jugaban con fuego y a punto estuvieron de quemarse y de quemarnos a todos, sobre todo a los trabajadores, a los que esta reforma supone una notable mejora de sus condiciones. Querían la reforma, pero sin sus votos, para así poder vender a su electorado que no se habían doblegado ante el Gobierno de la nación.
Pero no contaban con que la “suerte” siempre acompaña al PP en los momentos difíciles: cuando no consigue algo por las buenas, termina lográndolo por caminos inesperados. Lo vimos en el tamayazo de 2003, cuando dos diputados del PSOE se ausentaron de la sesión que iba a investir a Rafael Simancas como presidente de la Comunidad en Madrid, haciendo que la investidura fracasara. Y lo volvimos a ver en la fallida moción de censura contra el PP de Murcia en marzo de 2021, en la que tres diputados naranjas se dieron la vuelta en el último momento.
Esta vez le ha tocado a UPN. Tras haber llegado este partido a un acuerdo con el PSOE para aprobar la reforma, los dos diputados que habían de votarla estuvieron jugando al despiste todo el día y, finalmente, votaron lo contrario de lo que habían prometido. Es decir, trataron de tumbar la reforma a traición, sin avisar a sus superiores, sin advertirlo públicamente y violando el pacto al que había llegado su partido.
Muchos diputados del PP lo sabían, porque les aplaudieron al segundo siguiente de que la Presidenta anunciara, por error, que el decreto había sido rechazado. Pero, mientras no se demuestre que hubo compra de voluntades, deberemos pensar que la suerte acompañaba una vez más al PP.
Sin embargo, esta vez la suerte no fue completa. El ángel de la guarda del Gobierno se ocupó de que un diputado del PP se equivocara al votar y el decreto saliera finalmente aprobado.
La desolación cundió en las filas del PP. ¡Tanta suerte con los diputados de UPN para al final perder su codiciada presa por la torpeza de uno de los suyos!
Su reacción estuvo a la altura de su falta de escrúpulos. En lugar de indignarse con su diputado —que esa tarde no anduvo sembrado, pues votó otras tres veces de forma errónea—, arremetieron contra la Presidenta de la cámara con acusaciones de pucherazo. Adujeron, a sabiendas de que era falso, un fallo en el sistema informático y amenazaron, como hacen siempre que no obtienen lo que quieren, con llevar el asunto a los tribunales españoles, europeos, y si los hubiera, también galácticos.
El actual PP se ha convertido en un partido “gamberro”, antisistema, o, como dice Soledad Gallego (El País, 06/02/22), con unos usos insurrectos. Para conseguir derrotar al actual gobierno, no respetan las instituciones democráticas ni les importa perjudicar al país. Conciben la política como una guerra sin cuartel en la que todo está permitido.
Ya va siendo hora de que se alcen voces en el PP contra este estado de cosas. Hay muchos dirigentes molestos con las formas y maneras del señor Casado y de sus adláteres García Egea y Gamarra. No deberían esperar más a hacerse notar. Peor que tener unos malos dirigentes es permitir que sigan ahí desprestigiando a todo el partido.
El futuro del PP no está en competir con Vox en gamberrismo y degradación de la política. Estos últimos son un partido antidemocrático enemigo de las libertades pero, hasta ahora, el PP no lo era. En lugar de difuminar la frontera que les separa de Vox, deberían ampliarla, tal como hacen otros partidos conservadores europeos.
El bochornoso espectáculo del 3 de febrero debería llevar a todos los partidos a reflexionar. La democracia no es inmune a estos escándalos. Si no se cuida, la democracia puede perderse o degradarse notablemente como ha ocurrido en Polonia y Hungría, donde partidos liberticidas, similares a lo que representa Vox, han llegado al poder.
Una parte de la democracia son las elecciones y la llegada al gobierno de uno u otro partido, pero también forma parte de ella aceptar lo que han decidido las urnas, arrimar el hombro cuando el perjuicio del país está en juego, renovar las instituciones en sus plazos y expresar las discrepancias con respeto al adversario. El actual PP ha suspendido en todo ello, salvo en lo de intentar llegar al poder.