Cuando en mi niñez y adolescencia viajaba en los transportes públicos de una gran ciudad como Madrid era habitual escuchar conversaciones de ciudadanos de a pie que narraban su día a día, con todo lujo de detalles, mientras los niños y las niñas hablaban, jugaban y reían a pulmón para alborozo de los dispuestos a trasladarse a su infancia o el disgusto e irritación de los que buscaban la introspección en sus caminos hacia el trabajo o sus gestiones habituales. Aquellos entornos eran microcosmos de vida a diversos ritmos, y la entrada y salida por la puerta conllevaba saludar y despedirse de los allí presentes, recordándome la famosa canción de los payasos de la tele de aquellos años: ¡Hola Don Pepito. Hola Don José!
Pasadas unas cuantas décadas de aquellas vivencias, cuando actualmente utilizo los transportes públicos de mi ciudad, el panorama me resulta cuanto menos sorprendente. Pareciera que cada uno de los allí presentes vivieran en el interior de una burbuja invisible, que les aislara del resto de los comunes, la mayoría escuchando a través de diminutos altavoces/receptores, que asoman por sus pabellones auditivos, estímulos de todo tipo, acorde con los tiempos que transitamos. El silencio es la norma, cada cual en su burbuja y ojeando, al unísono, imágenes ante las cuáles se deslizan desde gestos hieráticos, hasta sonrisas y expresiones de alegría. El momento del saludo y de la despedida se ha diluido en entradas y salidas precipitadas, que en algunas estaciones del metro se convierten en termiteros en donde cada cual, como si de autómatas se tratará, toma el meandro puesto el ademán en llegar al destino, amparados en su mundo particular. La tecnología (constructo cultural por excelencia) tiene mucho que ver con todo este proceso transformador del vivir, ya lo decía Don Hilarión: “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. Una barbaridad que nos ha permitido alcanzar (en el mundo más avanzado) cotas de bienestar muy elevadas, aunque me siga gustando escuchar la alegría de los chiquillos, que reflejan vidas colmadas de inocencia e ilusiones.
Esta es la realidad de nuestro coexistir, que para una socióloga como yo son una muestra de los profundos cambios sociales a los que hemos asistido en poco tiempo. Se ha producido, desde mi punto de vista, una aceleración del cambio social de una extraordinaria profundidad, que ha involucrado, privativamente, a las zonas más ricas del planeta y nos está permitiendo salvar rémoras del pasado que nos anclaban en la oscuridad. Pero, como dicen los ponderados: “Nada es blanco o negro, hay una gama de grises a rescatar”. Y rescatar, rescatar…, me quedo con la ilusión (que no la certeza) de haber vencido parte de la intolerancia (no son buenos tiempos con una guerra cruel que amenaza nuestra integridad como europeos pretenciosos, y que quizá por eso nos preocupe tanto, aun a sabiendas de que existen cientos de conflictos armados diseminados por todo el planeta y el hambre azota sin tregua a millones de personas). Me quedo también con la solidaridad de los ciudadanos de bien que tratan de construir, de sumar, de doblegar lo aparentemente predecible, pero no imposible.
La solidaridad era para la reputada antropóloga Margaret Mead el primer signo de civilización en la Humanidad. Apelaba a los restos arqueológicos en los que habían encontrado fémures fracturados y curados, demostrándose que los individuos heridos fueron objeto de cuidados en sociedades tan primitivas. En Atapuerca se halló el cráneo de una pequeña pre-neandertal discapacitada, Benjamina, que sufría craneosinostosis y que murió con 10 años. Fue asistida por su grupo, aun a sabiendas de suponer una carga para una micro sociedad en donde sobrevivir era sinónimo de vivir.
A diferencia de estas actuaciones que nos acercan, en esencia, al homo sapiens altruista, nos dicen los expertos que en el mundo animal cuando un miembro de la manada se rompe una pierna o hiere gravemente, hasta el punto de ser un lastre para el grupo, es abandonado a su suerte, siendo presa fácil de otros animales La cadena trófica marca el ritmo, sin miradas de piedad o disquisición alguna (aunque me surjan dudas al respecto).
Pero ¿se está fragilizando la solidaridad o, en su caso, fortaleciendo? Una pregunta, cuya respuesta es de extrema dificultad y que dejo en el aire. El pasado 1 de diciembre fue el día del voluntariado. En la campaña institucional de la Plataforma del Voluntariado de España se dice: “En el Día Internacional del Voluntariado, queremos visibilizar una acción solidaria que trascienda de lo inmediato, de la emergencia acuciante o de la reacción emocional fruto del instante. En lugar de ofrecer una respuesta puntual ante las distintas crisis que nos sobrecogen apostamos por una solidaridad estructural. Queremos propagar una verdadera cultura de solidaridad que impregne y tome asiento en nuestra sociedad; que forme parte de la vida de las personas”[1].
“Una acción solidaria que trascienda de lo inmediato”. Más cuando finalizo estas líneas vuelvo a sumergirme en las entrañas del subsuelo de la ciudad, y me sorprendo, de nuevo, del aislamiento de los que allí habitan por instantes (tic, tac, tic, tac…), y con los que me reencuentro con miradas idas. Advierto a mi alrededor la nada, cuando inesperadamente me encuentro con la risa picarona de dos pequeños a los que saludo y me devuelven con total entrega su mayor tesoro: su candor y ganas de dar la mano al prójimo cuando lo requiera. Aun así, recabo más información de mi entorno y anida en mi corazón la esperanza de que los que se refugian en su burbuja invisible dibujan mundos paralelos de algodones y parabienes. No puedo por menos que emocionarme sobre la compatibilidad de lo que, en ocasiones, la mente a priori no permite vincular. Nuevos aires, nuevas esperanzas… Irremediablemente el movimiento, el frenesí, y la vuelta al hormiguero, del que cuando consigo salir disfruto como nadie de lo más nimio: del cielo, de la luminosidad, del sol… y de los rugidos de la propia ciudad que me envuelven y hacen despertar de mi ensoñación.
Gajes de una socióloga madura identificada con las reflexiones de la excepcional socióloga Harriet Martineau, quien dejó por escrito en los años treinta del siglo XIX (con el lenguaje de su época):
“Un pensamiento alentador para quien viaja ha de ser que, aunque no esté en su poder resolver ninguna cuestión relativa a la moral y las costumbres de un imperio, puede, sin duda, ayudar a proporcionar medios de aproximación a la verdad y de esclarecimiento de “aquello que es esencial y permanente en un pueblo”. Esto debería ser suficiente para alentar sus esfuerzos y satisfacer su ambición”[2].
Y el satisfacer, satisfacer, lo dejo para disquisiciones en otra ocasión…
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[1] Véase, https://plataformavoluntariado.org/solidaridad-mas-alla-de-las-crisis/
[2] Harriet Martineau, Cómo observar la moral y las costumbres, CIS, 2022, pág. 29