Aunque el CIS desarrolla habitualmente muchas actividades de investigación, de análisis, de formación, de documentación y de difusión en el ámbito de las publicaciones académicas, los medios de comunicación social suelen prestar mayor atención –a veces excesiva– a las encuestas preelectorales que se realizan cada vez que tienen lugar unos comicios; aunque este tipo de encuestas no llegan a representar ni el 10% de todas las investigaciones que efectúa el CIS. Investigaciones que en estos momentos, como puede entenderse, están centradas en analizar los efectos y consecuencias de la pandemia del coronavirus. No solo en lo concerniente a la infección y sus efectos físico-clínicos, sino también a sus consecuencias en la vida social, en las actividades, en los patrones de comportamientos, en la salud mental, etc. De hecho, desde que se desencadenó la pandemia, el CIS ha realizado dieciséis grandes investigaciones empíricas sobre estas cuestiones, estando ya previstas otras cinco, así como siete grandes Estudios Delphi entre especialistas en diferentes materias sociales y científicas.

Nada de esto ha impedido que, en cuanto publicamos la encuesta preelectoral sobre las elecciones catalanas el 21 de enero de 2021, se produjera una notable atención mediática; en esta ocasión trufada de las descalificaciones y reacciones agresivas que este tipo de encuestas suele despertar entre aquellos que no salen bien parados en los pronósticos. Pronósticos que, como siempre recuerdo, son solo eso; es decir, pronósticos basados en encuestas sustentadas en muestras estadísticas que tienen unos márgenes teóricos de error, que nunca suelen ser pequeños, debido a los costes económicos que deben considerarse a la hora de realizar encuestas sociológicas, ya que hoy en día no sería apropiado gastar un dineral en hacer encuestas en efectuar encuestas con muestras de cientos de miles de entrevistados, o incluso “millones”, como se hacía en los Estados Unidos de América en los inicios de esta práctica investigadora, en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Por todas estas razones, siempre que puedo subrayo que las encuestas no forman parte del “arte adivinatorio”, como algunos pretenden y otros temen, sino que solo son trabajos de investigación, que deben regirse estrictamente por las reglas y procedimientos propios del método científico –algo que ciertos “encuestadores” con ínfulas de adivinos no respetan en la forma debida– y de los que solo cabe esperar, racionalmente, que identifiquen y anticipen tendencias políticas de carácter general. Pero no que hagan “pronósticos” exactos de datos electorales, incluso con decimales.

En realidad, cuando determinados pronósticos preelectorales se aproximan mucho a los resultados de las urnas, los sociólogos serios creo que deben –debemos– tener la suficiente humildad y sentido del trabajo científico como para reconocer que una parte de esta aproximación a los resultados finales –cuando se da– se debe a la casualidad. Como recuerda una rigurosa científica social amiga: “la lotería también toca”. Por mucho que en los estudios sociológicos rigurosos los márgenes de aleatoriedad no sean tan amplios.

Siendo esto así, algunos se preguntarán: ¿por qué se desata tanto furor en torno a las encuestas del CIS entre algunos periodistas y comentaristas claramente alineados políticamente, así como entre ciertos “expertos” en comunicación –por llamarlos de alguna manera– y, sobre todo, por parte de líderes políticos destacados que en ocasiones ponen un empeño tan ardoroso en “descalificar” encuestas y en “matar” a los “mensajeros”, que resultaría propio de mejores –y más elevadas– causas? ¿Por qué tanta obsesión en intentar “vencer” a las encuestas, e incluso en hacer de este propósito un empeño sustitutorio –casi un exorcismo– cuando no se ha logrado el objetivo electoral primordial, que no puede ser otro que “ganar en las urnas”?

En la dinámica de la acción política concreta, en bastantes países –no solo en España– la “guerra de las encuestas” se ha convertido en una parte importante de los repertorios de asesoría y trabajo paralelo que las “agencias” y los “gurús” politológicos (más o menos efectivos o fantasmagóricos) ofrecen a los líderes y a los partidos políticos como tales, con “paquetes de iniciativas” que comprenden tareas como “descalificar las encuestas desfavorables”, “alimentar –o inventar– datos sociológicos favorables”, “sembrar dudas sobre tendencias electorales adversas”, “cuestionar las fuentes de información sociológica no manipuladas, o manipulables”, “difundir falsos vaticinios en las redes”, “insultar y calumniar a otros profesionales e institutos demoscópicos, como el CIS, utilizando bots y falsos usuarios”, etc. En definitiva, prácticamente ofertan todo lo que resulte factible emplear en las redes y en los medios de comunicación para descalificar a los contrarios. No importa con qué medios ni recursos.

Aunque esto puede resultar sorprendente, lo cierto es que los “profesionales” de las “guerras sucias” tienen sus tarjetas de visita y sus catálogos de servicios, en los que incluyen todo esto y mucho más, en la cantidad y en los formatos que cada cual esté dispuesto a financiar y alimentar, de acuerdo con los recursos que tengan a su disposición para pelear en unas u otras campañas políticas.

Algunos de estos nuevos profesionales de “la cosa” no dudan en ofrecerse a distintos señores, sin mayores distingos ideológico-políticos, de forma que unos días trabajan al servicio de unos y otros días al servicio de otros, porque ya se sabe –dicen– que el “mercado es el mercado”. Algo que no se molestan en ocultar, como tampoco ocultan la naturaleza de los procedimientos a los que recurren, entre los que se encuentra, en el campo que aquí nos ocupa, difundir extraños “indicadores electorales” (bautizados con singulares palabrejas, casi todas ellas terminadas en “…metro”, con lo que intentan aparentar que están “midiendo” o “computando” algo, sin que en realidad exista detrás de tales palabros ningún tipo de encuesta, indagación o trabajo analítico, más allá –y no siempre– de los cálculos de simples medias aritméticas, obtenidas a partir de la preselección de unas u otras encuestas, según convenga o no a los intereses e intenciones de sus clientes.

En esta perspectiva embarulladora, no faltan los que, sin ocultar ni esconder su nombre, hacen gala de “tener” (no dicen cómo) los datos “verdaderos” del CIS, computados y revisados “de acuerdo a los modelos tradicionales de este organismo”. Modelos que se continúan computando y considerando en los trabajos del CIS, y que puedo garantizar que no se parecen en nada a los que publican personajes tan curiosos como algún “cosólogo” –perdón, pero no se qué es realmente– que firma sus insultos y descalificaciones en las redes bajo el amparo de una empresa (supongo) tan “subrayadora” como “excluidora.

Lógicamente, ni el CIS ni académicos como yo, ni algunas de las personas reputadas que colaboran conmigo, podemos rectificar ni aclarar cotidianamente los errores y falsedades que personajes de tal cariz propalan por las redes, como parte de una actividad profesional perfectamente estandarizada y “pagada”. Por eso, en contextos tan colisivos y exagerados, algunos de los que sabemos algo de estas cuestiones, lo único que podemos, y en estos casos debemos hacer, por las responsabilidades que desempeñamos, es advertir a la opinión pública de que en este tipo de asuntos y pronósticos tenemos que ser muy cautelosos y relativizar los pronósticos, no solo debido a razones metodológicas y a los lógicos márgenes estadísticos de error muestral, sino también a razones específicas que son propias de contextos de tan alta volatilidad de voto como el que caracteriza a sociedades como España y Cataluña. En concreto, en Cataluña más de la mitad de los electores reconocen que no siempre suelen votar por el mismo partido, sino que lo hacen en cada momento por unos o por otros, según lo que más les convence en cada momento. Decisión que, además, suelen tomar cada vez más tarde, incluso durante la jornada de reflexión, o el mismo día de la votación (un 14% en este caso). Lo que hace que prácticamente la mitad decida su voto a lo largo de la propia campaña. ¿Cómo anticipar con exactitud tales comportamientos electorales, cuando muchos de los propios electores no saben a quién van a votar, o incluso si van a votar o no?

Por lo tanto, evitando caer en el narcisismo predictivo y en la fatuidad reconstructiva, en el caso de las elecciones catalanas lo único que nos permitió estimar la encuesta preelectoral del CIS y la ulterior encuesta flash de primeros de febrero eran algunas tendencias generales, como: primero, la posibilidad de que el PSC fuera el partido que más votos podía recibir (cosa que ha sucedido); segundo, que también podía obtener –con menos certeza– una mayoría (relativa) de escaños (cosa que no ha sucedido, aunque solo en parte, debido a las graves distorsiones asimétricas del modelo catalán de reparto de votos y escaños que, por ejemplo, otorga tres veces más peso político al voto de Lérida que al de Barcelona); tercero, que ERC superaría en votos y escaños a JxCat (cosa que también ha ocurrido, en contraste con la mayoría de previsiones); cuarto, que VOX superaría en votos y escaños al PP (cosa que también ha sucedido, y de manera muy cumplida); quinto, que el electorado anterior de Ciudadanos se diluía (cosa que ha acontecido en grado extremo); y, sexto, que el viejo pujolismo moderado, representado por PdeCat, podría quedar fuera del Parlament (cosa que también ha sucedido).

Más allá de estas previsiones de tendencias plausibles, pocas cosas más podían anticiparse en base a datos contrastados, amén de la fortaleza del efecto Illa. Algo que quedó perfectamente acreditado a lo largo de la campaña, como un haber más que ha ganado Cataluña en general, y el PSC en particular.

De hecho, en las encuestas preelectorales del CIS quedó de relieve que la proporción de electores que preferían a Salvador Illa como President de la Generalitat era bastante superior (circa 36%) al de los propios votantes declarados del PSC (el 23% según nuestra encuesta, y según los propios datos del escrutinio), comprendiendo a bastantes votantes de otros partidos, tanto del ámbito “independentista”, como del “constitucionalista”. Lo que hace que sea de gran interés verificar en las encuestas postelectorales qué hicieron finalmente aquellos electores que tenían una dualidad de referencias (preferir a Illa como President e inclinarse por votar por otro partido distinto al PSC), ante el dilema final que suscitaron los partidos pro-independencia, cuando firmaron el pacto anti-Illa, comprometiéndose públicamente y por escrito a no apoyar al candidato socialista como President. Movimiento con el que llevaron a algunos electores favorables a Illa a tener que decidir qué hacían finalmente para dilucidar tal dilema. Es decir, o votar por un partido político del que tuvieran una seguridad razonable de que apoyaría a Illa como President (básicamente el PSC y quizás En Comú Podem), o votar, en su caso, por un partido pro-independencia al que se sentían –o sienten– más vinculados, “esperando” que al final se avinieran a llegar a acuerdos razonables –y coherentes– de gobernabilidad de Cataluña. Posiblemente, en este dilema se sustanciaron bastantes de los votos finales que, a tenor de los resultados electorales, en esta ocasión optaron por ciertos partidos políticos y no por la alternativa-solución que ofrecía Salvador Illa y el PSC.