En todos los países el Covid-19 ha supuesto un reto para los poderes públicos, órganos del Estado e instancias territoriales de éste. En España también. Pero cada Estado ha dado diferentes respuestas desde el punto de vista de la eficacia de la acción pública y de los procedimientos jurídicos y administrativos. La respuesta de los poderes públicos españoles es conocida, pero al día de hoy se suscitan tres cuestiones imbricadas que conviene examinar. Por una parte, la capacidad de las Administraciones Públicas para culminar la política sanitaria de erradicación de la pandemia y, muy especialmente, la gestión de la distribución de las vacunas que están apareciendo. En segundo lugar, la eficacia de la distribución de los fondos de reconstrucción y resiliencia. Y, en tercer lugar, debemos valorar el tipo de Administración que va a salir del post-Covid-19, si hace falta plantearse una reforma profunda y, si es así, qué tipo de Administración debería erigirse.
Para analizar la capacidad de las Administraciones Públicas para culminar la política sanitaria de erradicación de la pandemia y para gestionar la dispensación de vacunas, recordemos algunos datos. Según informaba El País, del 5 de enero, “Cantabria usa el 5 % de las dosis de vacuna disponibles; Asturias el 80 %” (por cierto, después de Cantabria va la Comunidad de Madrid, con una dispensación del 6’3 y un extraño proceso de privatización de la campaña de vacunación, sin abandonar los ataques al Ministerio de Sanidad). Del mismo tenor es la información de ABC del mismo día, aunque con magnitudes distintas: “El ritmo va lento y es muy desigual por autonomías, con gran caos en los datos. Canarias supera el 50 % y Baleares no llega al 2 %…”. Estos datos revelan, como poco, una grave distorsión territorial en materia sanitaria y de gestión de la lucha contra el Covid-19. Esta distorsión se puede deber a varias causas, la principal de las cuales (pero no única) es la estructura sanitaria pública de que disponía cada Comunidad Autónoma cuando se inició la pandemia: en algunas Comunidades Autónomas, como Madrid y Cataluña, la privatización de la Sanidad ha dejado en condiciones precarias el sector sanitario público y les ha costado reaccionar con criterios de interés general más que a otras Comunidades Autónomas.
Pero el origen lejano de estas distorsiones ha sido el proceso de transferencia de competencias sanitarias que hizo del Ministerio de Sanidad un departamento ministerial jibarizado, que hasta marzo de 2020 había perdido capacidad de dirección política. El Sistema Nacional de Salud, configurado a partir de la Ley General de Sanidad 14/1986, de 25 de abril, ha ido derivando hacia diecisiete sistemas territoriales con características muy diferentes, según se favorezca más o menos el sector privado y según se transfieran más o menos rentas para mantenerlo. Además, no sólo han cristalizado diecisiete sistemas territoriales, sino que las funciones de coordinación e interrelación entre unos y otros se han debilitado a lo largo de los años. La cáscara vacía que era el Ministerio de Sanidad a comienzos de 2020 contenía, sin embargo, buenos funcionarios y buen know haw, lo que permitió reaccionar con relativa rapidez ante al atolondramiento de algunas Comunidades Autónomas que, en lugar de contribuir a poner medios contra la pandemia, aprovecharon la ocasión para tratar de marginar al Estado y al Gobierno y practicar una política sanitaria propia (véase Javier García Fernández: “En el estado de alarma todos quieren mandar”, Sistema Digital, 2 de abril de 2020).
En definitiva, con un modelo tan disperso, la acción pública para combatir el Covid-19 y para dispensar las vacunas se va a aplicar, como mínimo, con excesiva desigualdad. Según habiten los ciudadanos en un territorio o en otro pueden obtener antes o después la vacuna, y, en este último caso, pueden acceder a las vacunas en unas pocas semanas o en varios meses. Podría aducirse que al amparo de los poderes de excepción que proporciona el estado de alarma (con el complemento de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública), el Gobierno de la Nación podría establecer estructuras mucho más centralizadas para, al menos, asegurar la dispensación de las vacunas. Pero no debemos olvidar las dificultades que a lo largo del pasado mes de mayo encontró el Gobierno para prorrogar el estado de alarma, del que se iban desentendiendo, tanto las derechas del Partido Popular y de Vox, como Esquerra Republicana, lo que llevó a fórmulas de cogobernanza, porque las Comunidades Autónomas empezaron a intentar marginar a la Administración General del Estado. Con este panorama tan disperso, la dispensación de vacunas va a provocar desigualdades territoriales que pueden reducir los efectos de la operación de vacunación.
En segundo lugar, la eficacia de la distribución de los fondos de reconstrucción y resiliencia. Es cierto que el Gobierno ha reaccionado con buenos instrumentos jurídicos, como el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, y el Real Decreto 1177/2020, de 29 de diciembre, de modificación del Real Decreto 136/2020, de 27 de enero, por el que se reestructura la Presidencia del Gobierno (publicados ambos en el B.O.E. el pasado 31 de diciembre), con lo que se puede efectuar una acción administrativa más ágil, más libre de la tutela del Ministerio de Hacienda, asegurando la dirección política de la Presidencia del Gobierno a través de la Secretaría General de Asuntos Económicos y del G20 del Gabinete del Presidente del Gobierno. Pero, como tuvimos ocasión de explicar recientemente (Javier García Fernández: “Un paso adelante en la reforma de la Administración del Estado”, Sistema Digital, 22 de diciembre de 2020), el impulso modernizador y flexibilizador que se aplicará a la acción administrativa relacionada con el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia debe proseguir si no queremos evitar que España tenga dos Administraciones Públicas que actúen a dos velocidades. Entre otros motivos porque de lo contrario tendríamos funcionarios esquizofrénicos que tendrían que aplicar dos tipos de normas según la clase de expediente que hayan de tramitar y, además, porque llegará un momento en que la acción administrativa de ejecución del Plan acabará imbricada en la acción administrativa ajena a ese Plan.
Al final, la puerta abierta por el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, para la reforma administrativa nos lleva a un tema cardinal que debería empezar a resolverse a lo largo de 2021. Me refiero a la reforma de la Administración General del Estado. ¿Es necesaria? ¿Cómo debe afrontarse?
Empecemos por la necesidad de la reforma administrativa. Como mostró todo el número 305-306 de Temas para el Debate (mayo-junio 2020), dedicado a reformas institucionales, el aparato administrativo del Estado español, que hasta 2012 era útil y ágil para ejecutar la acción de los poderes públicos, se averió a lo largo de las dos legislaturas en que gobernó el Presidente Rajoy. La confluencia de la crisis económica y de la ideología privatizadora del Partido Popular determinó que entre 2012 y 2018 la Administración española perdiera un porcentaje muy alto de efectivos, perdiera también Presupuesto para actuar, perdiera capacidad de contratar bienes y servicios, perdiera capacidad para dictar normas generales y quedara tutelada por el Ministerio de Hacienda y, dentro de éste, por la Intervención General de la Administración del Estado. En ese marco, la imposibilidad de aprobar el Presupuesto para 2020 acrecentó la dificultad de gasto público, aunque es posible que una interpretación más flexible del significado jurídico de la prórroga del Presupuesto para 2018 hubiera supuesto un alivio en la gestión de las políticas públicas impulsadas por el Gobierno.
A este panorama administrativo tan difícil de gestionar hay que agregar una cierta desidia del Estado por asentar su presencia en las Comunidades Autónomas. En una reciente entrevista, el economista Antón Costas decía: “El Estado tiene que volver al territorio. Y no sólo a Cataluña. Tiene que volver a Valencia, Sevilla, Galicia, Canarias” (El Mundo, 4 de enero de 2021). La sensación que muchos españoles tienen es que desde hace décadas el Estado retrocede en políticas públicas y que no siempre las Comunidades Autónomas son capaces de ocupar el espacio que deja libre el Estado. Eso se ve especialmente en educación, sanidad y servicios sociales, donde muchos Gobiernos autonómicos (frecuentemente conservadores), bien por ideología, bien por desidia, renuncian a poner en ejecución las políticas públicas y los servicios sociales que exige el ciudadano.
Por consiguiente, una reforma de la Administración Pública se quedaría coja si no reexaminamos el modelo autonómico. Advirtamos que los modelos estatales descentralizados no son realidades pétreas, sino que, más bien, están en continua evolución. El federalismo cooperativo (que es la vigente forma de la mayoría de los Estados federales) nació en Alemania después de 1919 y en Estados Unidos con el New Deal como reacción contra los excesos y disfunciones del federalismo clásico. Y la reforma del federalismo alemán de 2006 trastocó la posición tanto del Bund como de los Ländern, de modo que se clarificaron las competencias y el ejercicio de las mismas en la instancia federal y en la instancia estatal. En España necesitamos una reforma constitucional que reordene las competencias estatales y autonómicas, las clarifique y asegure el ámbito de acción política del Estado y de las Comunidades Autónomas sin interferencias mutuas.
Pero, hasta que se alcance la posibilidad de una reforma constitucional, y para neutralizar los efectos de las reformas legislativas de los Gobiernos del Presidente Rajoy, parece urgente un programa de reformas que modifique la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, y la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público. Además, se debe reexaminar la normativa que regula la Administración electrónica, la transparencia administrativa y algunos puntos de la normativa de Función Pública. ¿Con qué fin? Primero, recuperar la capacidad normativa y de acción administrativa del Gobierno. Segundo, recuperar la flexibilidad de contratación de los poderes públicos. Y, tercero, como decíamos recientemente, incidir especialmente en la reforma de toda la legislación que ha ido empeorando a lo largo del tiempo, como la reserva de la mayor parte de los puestos directivos a funcionarios, las diferencias retributivas entre Ministerios, la mejora de los instrumentos de cooperación Estado – Comunidades Autónomas y la reforma de la normativa de transparencia. Se trata de Leyes, generalmente ordinarias, que permitirían interesantes debates parlamentarios.
La reforma de la Administración es la garantía de que el programa de Gobierno pueda ejecutarse. Es una iniciativa que corresponde por igual a los Ministerios de la Presidencia y de Política Territorial y Administraciones Públicas y sería la mejor fórmula para salir del Covid-19, dejar una Administración eficiente que proporcione servicios a los ciudadanos y ejecutar sin trabas el programa político del Gobierno.