Miura 1, el primer cohete español, llegará al espacio en 2022 y podrá transportar cargas de hasta 100 kilogramos a una altitud de 150 kilómetros, valores suficientes para poder poner pequeños satélites en órbita. Su sucesor, el Miura 5, podrá multiplicar por cinco dicha carga útil.
Ha sido noticia un día y luego ha desaparecido de los medios y de las numerosas tertulias de comentaristas dedicadas a glosar los acontecimientos que consideran relevantes. En contraposición a su criterio, a mi este acontecimiento me parece mucho más relevante que la última ocurrencia de la señora Ayuso o del señor Casado —muy aguda, por cierto, su reciente y brillante idea de incendiar de nuevo Cataluña con el artículo 155 de la Constitución— que, sin embargo, ocupan horas y horas a dichos comentaristas.
El cohete es el resultado de la ilusión, y de diez años de trabajo, de dos ingenieros de Elche, Raúl Torres y Raúl Verdú, que, con solo 22 años, fundaron una empresa que hoy cuenta con 70 empleados. Su proyecto ha merecido subvenciones competitivas del Gobierno español a través del CDTI (Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial), de la ESA (Agencia Espacial Europea), de la Comisión Europea y de algunos patrocinadores privados. Con este cohete, que además es recuperable y reutilizable, pretenden entrar en el creciente mercado de los lanzadores espaciales de baja altura para competir por colocar cargas útiles en el espacio. A través de esta empresa, España se incorpora al reducido número de países que poseen lanzadores. Se trata, por tanto, de una noticia relevante desde el punto de vista científico y tecnológico que, en mi opinión, debería haber merecido más atención.
Tengo, sin embargo, un pequeño reparo que hacerles a estos brillantes ingenieros ilicitanos: ¿no podían haber elegido otro nombre para su cohete? Si se trataba de elegir un nombre que simbolizara a España fuera de nuestras fronteras, puedo sugerirles algunos otros que no hacen referencia a una actividad afortunadamente en declive —las corridas de toros— en la que hoy no se ven representados la gran mayoría de los españoles.
Los estadounidenses eligieron nombres mitológicos para sus cohetes y programas espaciales. Al primer programa de vuelos tripulados le llamaron Mercurio, un dios romano cuya tarea era ser el mensajero de los dioses. Al cohete que impulsaba las cápsulas del programa Géminis, le dieron el nombre de Titán. Los titanes eran dioses griegos, guardianes de las fuerzas planetarias, que un día se rebelaron contra Zeus. Atlas y Saturno —nombres de otros dos cohetes famosos— eran dos titanes, el primero de ellos condenado por Zeus a soportar sobre sus hombros la bóveda celeste, precisamente a causa de aquella rebelión.
El cohete europeo por excelencia, el Ariane, lleva un nombre francés que significa “mujer santa”. Los soviéticos optaron, en cambio, por una simbología político-social y llamaron a su nave Soyuz (“unión”).
María 1, hubiera sido un nombre muy español, en la línea de la “mujer santa” francesa, pero también disponemos de otros nombres que, fuera de nuestras fronteras, harían reconocible nuestro cohete como genuinamente español: Quijote, Goya, Velázquez, Meninas, Cervantes o Lope de Vega nos remiten a obras y autores gloriosos de nuestras literatura y pintura, que gozan de un reconocimiento universal. Otros más recientes podrían ser Pérez Galdós o Pardo Bazán. Disponemos incluso de dos científicos—Ramón y Cajal y Ochoa— galardonados con el Premio Nobel.
Es una lástima que tan meritorio logro no haya sido rematado con un nombre en el que nos sintamos reconocidos la mayoría.