¿Hay ideología en la Economía? ¿Pervierte la ideología el discurso de los economistas? Si no es así, ¿somos, por tanto, científicos los economistas, en el sentido de que –siguiendo a las ciencias experimentales– somos capaces de formular leyes que se cumplen de manera regular e indefectible, al margen de lo que pensamos ideológicamente? Avanzamos, en estas primeras líneas, la conclusión: la interpretación económica se acaba sustentando en algo más metafísico, que es la propia ideología. Un estrato que puede descansar sobre la ciencia, pero que la excede. Veamos. En ciencias experimentales, distintas vías de investigación que pueden ser desarrolladas con metodologías e infraestructuras no homogéneas, muchas veces desembocan en resultados parecidos o, al menos, complementarios. Esto, que es moneda corriente en las ciencias duras, no sucede con las ciencias sociales en general, y con la economía de forma particular. Aquí, la pretendida cientificidad de la disciplina, que se reviste con el ropaje de los modelos econométricos para dar mayor consistencia a sus conclusiones, acaba chocando contra un dique esencial: la ideología del economista. Ésta, como la del historiador, el sociólogo o el politólogo, se halla inserta, tácita o explícitamente, en los análisis concretos que se despliegan. Se dirá que esto es común y que, por tanto, no particulariza a la economía. Pero, en este caso, la imbricación entre economía y política es elevada, habida cuenta que ambas se retroalimentan de alguna forma (de hecho, este es el origen histórico de la economía como “ciencia”, desde la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith): la elección de determinadas decisiones económicas –y no otras, que también serían factibles–, que infieren problemas de carácter social y de justicia, que afectan las orientaciones políticas que se adopten. El tema ha sido tratado, incluso, por pensadores de perfil netamente liberal, como John Rawls. Las consecuencias de dichas pautas tienen lecturas divergentes: según el recetario que se aplique –corto y raso: el neoliberal o el keynesiano con sus derivadas correspondientes–, las percepciones que se tengan serán positivas o negativas, en función de la marca ideológica de quien las dictamine.
La afirmación puede parecer tautológica, pero no lo es, ya que se olvida con frecuencia: los economistas trabajamos con materiales muy sensibles y cambiantes, las personas, cuya forma de comportarse y decidir no siempre es previsible ni está guiada por informaciones perfectas o por principios de gran racionalidad, como ha quedado demostrado en las aportaciones más innovadoras de los economistas conductuales (Daniel Khaneman y Richard Thaler, entre otros). No hay partículas que se mezclan y conducen a otras estructuras esperadas, tanto si esa operación se realiza aquí o en otras latitudes. Para el mundo económico, la plantilla de fácil aplicación no deja de ser un ejercicio frívolo, inconsistente, contrario a la trayectoria histórica y a la situación de movilidad real de los factores, que puede servir en unos casos, pero que falla estrepitosamente en otros (tal y como se ha demostrado con las hojas de ruta definidas por entidades como el FMI, el Banco Mundial o la Comisión Europea, y que Joseph Stiglitz ha explicado con profusión en algunos de sus libros), a pesar de que quiera dársele la pátina de referencia “científica”. Las sociedades tienen muchos nexos en común; pero guardan diferencias esenciales, que no se pueden –ni se deben– codificar mecánicamente, como si se tratara de formulaciones químicas de previsible resultado, de gran infalibilidad. En el caso del comportamiento de los hombres y de las mujeres en sociedad, el estado de incertidumbre es crucial: este es un aspecto que las ciencias más duras –como la Física– no han olvidado nunca, mientras parece que sí lo ha hecho la disciplina económica.
La ideología, en tal contexto, acaba siendo una pieza clave en la interpretación económica. Y no sólo en ésta: también en la política económica a desplegar, que será por consiguiente muy distinta, en función de esos componentes ideológicos. El tema se observa en grandes debates en el cosmos de la economía: instrumentos para enfrentarse a las crisis económicas, capacidades para prevenirlas, apuestas por la política monetaria o la fiscal, el impacto del crecimiento económico sobre el medio ambiente, la desigualdad como consecuencia económica, la importancia de la intervención pública en economía, los perfiles fiscales de los gobiernos, la regulación en el movimiento de capitales, las normativas en los mercados laborales, son algunos de los aspectos fundamentales que son discutidos por académicos, profesionales y políticos, y comentados, con mayor o menor acierto, por los medios de comunicación. En cada uno de los puntos enunciados, la controversia está servida: cada grupo de investigación acaba por aportar datos que se presentan como “objetivos”, que pueden ser contrastados, que portan a conclusiones casi definitivas sobre la cuestión tratada…pero que se encaran con idénticos parámetros surgidos de otros equipos, intelectualmente antagónicos o divergentes, que llegan a conclusiones distintas. ¿Quiénes tienen entonces el sello de la ciencia? ¿Quiénes más credibilidad? Aquí –y esto es bastante extensible a todas las disciplinas– los postulados endogámicos son los que acaban por dominar el escenario. El poder de la llamemos “cultura dominante” es el que determina, finalmente, aquello que es asumible por el gremio y lo que es considerado como heterodoxo, poco fiable. Acientífico.
Un tema básico, con extensiones diversas en muchos campos del conocimiento, es objeto de un intenso debate hoy en día, sobre las premisas antes expuestas. Nos referimos a la desigualdad. La literatura económica –y de otros terrenos del saber– que atañe a tal cuestión es inabarcable. El científico social tiene verdaderos problemas para estar al tanto de las aportaciones que se van publicando, en forma de libros, contribuciones en seminarios y congresos y artículos en Journals o en medios especializados. Pero hay que arriesgarse. Y lo hacemos concretando este ejercicio con la invocación a tres libros recientes, que pueden servir como ejes de discusión, siempre bajo el prisma de la ideologización del discurso económico. Revisemos algunos de sus componentes. Steven Pinker acaba de publicar un grueso volumen con el sugerente título En defensa de la Ilustración (Paidós, Barcelona, 2018). Aquí, el autor hace una encendida defensa de la capacidad racional del hombre para avanzar en el progreso, de manera que en los capítulos correspondientes al medio ambiente y a la desigualdad, Pinker –cabe decir que es muy combativo contra Donald Trump– expone una tesis clave, que es la que domina todo su ideario (que ya había expuesto en otros libros precedentes): la Humanidad ha avanzado muchísimo, hasta tal punto que la desigualdad se ha reducido notablemente (el sociólogo aporta una gran batería de datos y gráficos, cuidadosamente seleccionados); al mismo tiempo, los problemas derivados del cambio climático –que él no niega– podrían corregirse “descarbonizando” los procesos económicos a partir de nuevas generaciones de reactores nucleares, entre otros factores, avances científicos y tecnológicos que se encuentran lastrados por movimientos ecologistas. Pinker, que no puede considerarse en absoluto como un pensador de derechas, ha entusiasmado con este texto –y otros anteriores– a una parte nada desdeñable de los economistas más ortodoxos –algunos de ellos de perfil netamente conservador– que, si bien no siempre deberían sentirse cómodos con las páginas de este libro, compran su idea medular, ya expuesta: el progreso ilustrado “salvará” una vez más al planeta, y lo hará a partir de nuevos descubrimientos tecnológicos que facilitarán la transición a un mundo mejor. Esa incógnita tecnológica, que siempre se formula en los modelos de crecimiento, se reivindica desde la investigación sociológica con la pluma de Pinker, que utiliza –en el mejor sentido del término– investigaciones de economistas para avalar sus tesis.
Ahora bien, el texto, insistimos que nada epidérmico, se enfrenta de forma notable a las investigaciones de Thomas Piketty y sus seguidores. En tal sentido, un segundo libro vale la pena: el coordinado por J. Bradford Delong, Heather Boushey y Marshall Steinbaum, Debatiendo con Piketty (Deusto, Barcelona, 2018). En esta imponente entrega (¡820 páginas!) aparecen diferentes aportaciones de economistas reconocidos (entre éstos, Robert Solow, Paul Krugman y Branko Milanovic) que analizan críticamente el ya famoso libro del economista galo (El Capital en el siglo XXI, FCE, Madrid, 2014), reconociendo el acierto de Piketty al poner la historia económica de largo plazo como frontispicio para el análisis de la desigualdad, con una conclusión básica: estamos viviendo, desde los años 1980, un acrecentamiento en las disparidades de renta, que asemejan este período con el de la Golden Age de principios del siglo XX. Es decir, acaparamiento mayor de la riqueza en unos pocos, gracias a las estrategias patrimoniales de los grandes capitales y a su constante incremento de beneficios, por encima del crecimiento del PIB. Esto chirría, también, con las contribuciones críticas de consagrados economistas del crecimiento, como Xavier Sala-i-Martín, que ha valorado la ingente contribución de Piketty, pero con el que discrepa en cuanto a la dimensión de la desigualdad en el mundo. Y, evidentemente, pone en cuestión algunas de las tesis de Nicholas Kaldor y de Simon Kuznets, en el sentido de la eliminación gradual de la desigualdad al calor del crecimiento económico.
El tercer libro es el de Anwar Shaikh (Capitalism, Oxford University Press, Oxford-Nueva York, 2016), que trata de construir una especie de nueva “teoría general” económica, con una gran carga empírica. La realidad es, pues, el punto de salida. El objetivo de Shaikh con esta monumental investigación es impulsar un marco que acomode, en el pensamiento post-keynesiano, una idea básica que emana de la economía de Marx: que el proceso de acumulación se relaciona con la rentabilidad del capital, y que la demanda agregada tiene a su vez un gran impacto en la producción y el desempleo. En paralelo, el autor reivindica las luchas laborales como un elemento clave para determinar los salarios reales, de manera que incide en el fenómeno de la desigualdad desde una perspectiva digamos que más “clásica”.
Estas tres importantes referencias bibliográficas –que por supuesto no son únicas en esta temática–, remiten a consideraciones críticas hacia el mainstream de la economía convencional, aunque nominalmente no siempre los aborden los autores que comentamos:
- La noción de competencia perfecta, que forma parte de un mundo de abstracción e irreal, hipotético. Porque la competencia que realmente se produce es definida como una guerra de todos contra todos. En este escenario, las empresas se abocan a reducir costes para contribuir a fijar precios más competitivos. Se trata de un factor esencial en el funcionamiento del capitalismo. Las luchas individuales entre capital y trabajo rompen con la tesis de los principios de igualación de precios y ganancias: en ambos casos, los resultados forman parte de un conflicto y no son una convención o una premisa dada (como defiende la teoría neoclásica). En tal sentido, la tasa de ganancia es una variable clave. De hecho, el diferencial entre tipo de interés y tasa de ganancia neta acaba por impulsar –o no– la inversión (tal y como preconizaban Marx y Keynes). Pero, de nuevo, se nos recuerda la realidad compleja de la economía (en ello coinciden los autores mencionados): en ésta coexisten diferentes perfiles empresariales, de forma que el beneficio neto de cada uno de ellos puede variar, en función de su situación particular.
- La contradicción entre capital y trabajo. En los modelos neoclásicos no se comenta la función económica de los trabajadores. Esto se debe a que, en el enfoque neoclásico, el salario viene marcado por la condición de pleno empleo; mientras que en el post-keynesianismo es la productividad y el margen fijado por las empresas.
- Una demanda efectiva vinculada a la expansión del crédito bancario. El debate sobre la dependencia o independencia entre ahorro e inversión sigue abierto. Por ejemplo, para Shaikh ahorro e inversión no son independientes, contraponiendo tal idea a la de Keynes. Con datos concretos, el autor constata que en Estados Unidos la tasa de ahorro empresarial se correlaciona con la tasa de inversión. En tal aspecto, una conclusión a la que podemos llegar es que el desarrollo del gasto, que implica la demanda efectiva, es posible si se amplia y extiende el crédito bancario. Esto infiere un incremento de la deuda comercial, lo cual supone, a su vez, una mayor demanda de fuerza de trabajo: caería el “ejército de reserva”. Lo cual puede condicionar el crecimiento futuro: más expansión inversora, más demanda de crédito, más necesidades de contratar trabajadores, salarios tal vez más elevados y, en su conjunto, un impacto relevante sobre la rentabilidad de las empresas.
Estas tres grandes aportaciones están definidas por preceptos ideológicos, que los autores no ignoran –en algún caso, como el de Shaikh, tampoco esconden– y que incitan a la controversia. Los trabajos citados tienen contrapuntos importantes en otra bibliografía que, igualmente con informaciones copiosas, llegan a conclusiones diametralmente opuestas. Recuérdese entonces una pregunta anterior que nos formulábamos: ¿dónde se halla la “ciencia”? ¿Existen convenciones mínimas en la Economía que permitan establecer unos elementos que se consideren firmes, estructurales, indiscutibles? Se nos dirá que sí, que eso ya lo tenemos, y que tantos textos académicos dispersos por las principales cátedras de Economía de las más prestigiosas universidades no pueden equivocarse tanto. Parece razonable tal idea. Pero, en tal punto, el economista debería conceder que los temas que escoge, las fuentes que sistematiza, la literatura económica que trabaja y sintetiza, los argumentos que construye, las conclusiones a las que llega, sin duda pueden –y deben– tener el prurito de la honestidad intelectual. Pero igualmente urge tener la noción de que se están avanzando unas tesis que, por muy robustas que sean, están configuradas por un marco ideológico que es el propio, imbuido por influencias, lecturas, conversaciones, sinergias, empatías. Y que existen otras vías para analizar idénticos problemas con componentes distintos o, quizás, con una lectura divergente de los mismos. No hay una sola luz para leer la economía, como no existe una sola manera para hacer frente a una crisis económica. Es decir, no disponemos de una única política económica, porque aceptar eso sería poco menos que reconocer que los economistas carecemos de formaciones más complejas, que competen al mundo del mismo proceso de estudio e, igualmente –y esto es transcendental–, al del acerbo cultural, la masa de conocimiento dispar y luego ordenado, que el economista atesora como capital humano. Y que, sin ser homogéneo, acaba por condicionar esa disyuntiva de elección de los temas, de las lecturas, de las metodologías, de los modelos aplicados, de los argumentos aprehendidos, de las conclusiones firmadas. Es la Economía. Pero también es la ideología.