Más de 40 días de la invasión rusa a Ucrania. Resulta complicado decir algo nuevo a todo lo que ocurre: desconcierto, horror, barbarie, incapacidad, incomprensión.

Zelenski continúa su defensa a ultranza de su país y su gente. No solo manteniéndose al frente sino también con su periplo internacional on line solicitando ayuda, llamando a una defensa conjunta frente a Putin, y alertando de las consecuencias que esta guerra puede suponer para la Unión Europea. Sobre todo, uniendo a la opinión pública global en torno al sufrimiento de Ucrania: un gran embajador activo. Zelenski se ha convertido, a su pesar, en un gran líder.

Una de sus últimas intervenciones ha sido en el Congreso Español. Y, aunque pudimos ver una aparente unanimidad, luego surgen las fracturas: Vox mostrando dos caras, la de aplauso a Zalenski y la enhorabuena a Orbán (con lo que supone para el auge de la ultraderecha), o la CUP reivindicando que no hay que seguir el juego al bloque atlantista. Porque, pese a lo que vemos día a día de las atrocidades de la invasión rusa a Ucrania, pese a lo que la razón dice con claridad “una potencia invade a un país”, pese a la veracidad de hechos y datos, siempre surgen interpretaciones que intentan escapar de la unanimidad y del consenso. Seguramente, y de forma lamentable, porque nos hemos instalado en la sospecha permanente, en la desconfianza entre todos.

Seguimos paso a paso los detalles de la guerra. Gracias a la capacidad tecnológica y la información en tiempo real, podemos ver cómo se asesina a un ciclista ucraniano, un civil, sin otro motivo que la barbarie de la guerra. Hay que reconocer el admirable trabajo de los periodistas que están a pie del conflicto; hombres y mujeres que transmiten los detalles, la violencia, la muerte, el dolor de las víctimas con una profesionalidad extraordinaria, con muchísima valentía que no deja de admirarme, jugándose la vida para ofrecer al resto del mundo la veracidad de los hechos, al tiempo que transmiten con sensibilidad lo que está ocurriendo.

El periodismo se convierte de nuevo en el testigo ocular directo, en la voz pública de las víctimas, en los combatientes frente a la posverdad, la manipulación o las mentiras más viles como las que, de forma reiterada, dice el gobierno de Putin al negar los asesinatos de civiles, manifestar que están combatiendo contra “nazis”, o atentar contra los cordones humanitarios.

Mi reconocimiento, admiración y agradecimiento al periodismo sin el cual no habría testigos fieles de la historia.

No obstante, gracias a ellos podemos “ver” lo que ocurre, pero no “vivir” lo que está pasando. Y esa es la amarga sensación que en ocasiones me embarga. Momentos en los que necesitamos apagar la televisión para no seguir viendo más guerra, o refugiarnos en nuestro trabajo, ocio o familia, pero, aunque toda la comunidad internacional, la ciudadanía está especialmente sensibilizada con las víctimas ucranianas, mostrando una gran solidaridad, no podemos ponernos en su piel.

Somos conscientes de la gravedad de esta guerra. Sin embargo, resulta muy complejo imaginar que, de repente, nuestra vida salta por los aires, que debes huir con lo imprescindible, que lo pierdes todo, que se destruye tu ciudad, que has perdido la paz, la tranquilidad y el futuro.

En numerosas ocasiones, no valoramos suficiente lo que han significado los años de construcción europea, la Unión Europea, el Estado de Bienestar. En definitiva, vivir en paz, salir a la calle y pasear, volver a casa con los tuyos, hacer planes de futuro, disfrutar pese a todos los problemas de saberse vivos.

Hay dos imágenes que se han quedado grabadas en mi retina:

  • La masacre de Bucha: cadáveres durante meses en las calles, fosas comunes, hombres maniatados y torturados, asesinatos a sangre fría de civiles, crímenes de guerra que deben ser penados por el derecho internacional. Bucha es también Mariúpol u otras ciudades donde podrían estar realizándose las mismas matanzas.
  • Los soldados rusos mutilados: la imagen de jóvenes hombres recibiendo la felicitación del gobierno ruso, mientras miraban al suelo, con rostros dañados por la amargura, seguramente sin comprender todavía por qué fueron a luchar a Ucrania. Son jóvenes que han quedado mutilados de por vida, sin piernas, pero también con heridas psicológicas que serán imposibles de cicatrizar.

En una guerra no gana nadie. Personas mayores que no tienen posibilidad de huir y que quedan abandonadas solas a su suerte; mujeres que escapan con sus hijos, sin saber qué vida les espera y cuándo podrán volver a sus casas, incluso en el peor de los casos son capturadas por mafias; los niños y niñas pierden sus infancias y su inocencia, les truncan su presente y dañan su futuro; y los hombres deben guerrear: atacar o defender, en definitiva, matar.

Nadie se recupera de matar, del odio y la venganza, de convivir con la muerte día tras día, y en una guerra: o matas o te matan. No hay término medio.

¿Cuándo y cómo terminará esto? Cuando la guerra termine, los daños serán irreparables. Patrimonio destrozado, ciudades arrasadas, cientos de miles de refugiados sin país y sin hogar, torturados, mutilados y muertos. Miles de muertos que han sido asesinados por la locura de Putin,

Cada día pienso que hay posibilidades para que esta guerra finalice: la presión internacional, el aislamiento de Rusia, el acoso a Putin, la expulsión de embajadores, el embargo de bienes de multimillonarios rusos. Gracias a la incautación de estos bienes, estamos descubriendo la vergonzosa y sucia riqueza que tienen los oligarcas que se juntan con Putin: yates, cuentas corrientes, fincas de lujo, …

Sin embargo, cada día pienso lo contrario. A cada destrucción, a cada violación, a cada barbarie rusa se alejan las posibilidades de negociación y diálogo.

No hubiéramos imaginado que, en pleno siglo XXI, estuviéramos inmersos en una guerra, cuerpo a cuerpo, con masacres de civiles, con destrucción de ciudades, arrasando territorios, con la insaciable voracidad del poder y el dominio, con las mismas características inhumanas de otros siglos.