La derecha y la ultraderecha de nuestro país se refieren con frecuencia al gobierno de coalición PSOE-UP como un gobierno social-comunista. Lo declaran ilegítimo porque, en su opinión, UP es un partido comunista y antisistema, con visos autoritarios e inspirados en dictaduras como la de Venezuela. La Presidenta Ayuso planteó las pasadas elecciones de 2019 de la Comunidad de Madrid como un dilema entre votar comunismo o votar libertad. La prensa conservadora y Vox se refieren a menudo a la Vicepresidenta Yolanda Díaz como la ministra comunista. En todas estas manifestaciones, es evidente la intención de utilizar la palabra “comunista” como una descalificación, cuando no como un insulto. El objetivo es sembrar temor y desconfianza en los ciudadanos hacia el Gobierno. ¿Está justificado este temor? En el reverso de la moneda, está el término “fascista”, también empleado como insulto dirigido a la ultraderecha. ¿Es apropiado su uso?
La palabra comunista se asocia, lógicamente, a la revolución soviética de octubre de 1917, a las terribles purgas de Stalin, a la política de bloques y de guerra fría tras la Segunda Guerra Mundial, al aplastamiento de la Primavera de Praga de 1968 y a otros tantos hechos históricos que han contrapuesto al llamado “mundo libre” —esencialmente, el bloque capitalista democrático— con un bloque caracterizado por dictaduras de partido único. Es natural que, a pocos conocimientos de historia que tenga el ciudadano, el término le suscite temores.
Sin embargo, pocos conocen que el Partido Comunista de España (PCE) rompió amarras con los comunistas soviéticos hace muchas décadas y que condenó las purgas de Stalin y la invasión de Checoslovaquia. Que, junto con los partidos comunistas italiano y francés, acuñó el término “eurocomunismo” para significar que abdicaban de la llamada “dictadura del proletariado” —una parte de la teoría comunista ortodoxa— y que la democracia formal no era un lugar de paso sino un objetivo en sí misma. Tan pronto como en 1956, y desde la clandestinidad, lanzaron la política de “reconciliación nacional” para intentar cerrar la fractura creada por la guerra civil de 1936 y propusieron como objetivo unificador terminar con la dictadura de Franco. El PCE fue protagonista destacado de la lucha contra dicha dictadura y de la Transición de 1978 y contribuyó a dar estabilidad a los difíciles gobiernos de esos años castigados por las amenazas de involución desde el estamento militar, la tremenda crisis económica y el terrorismo de ETA, el cual mataba a decenas de personas cada año.
Desde 2020, y dentro de Unidas Podemos, forman parte del gobierno de coalición con el PSOE y, que sepamos, todavía no se ha nacionalizado la banca, ni se han expropiado los bienes de la Iglesia ni se ha suprimido la libertad de prensa. Las credenciales democráticas de los comunistas españoles de hoy son, pues, intachables. Se podrá coincidir o no con sus postulados políticos, pero es inaceptable que se use el término para descalificarlos como demócratas.
Veamos, en cambio, las credenciales de Vox, uno de los partidos que más descalifican a los comunistas. El término “fascista”, que se usa con frecuencia para referirse a los partidos de la ultraderecha, no es, en mi opinión, el más apropiado para definirles, porque arrastra una carga histórica que no es aplicable a la situación actual. Fascista —del latín fascis, haz, manojo— era el nombre del partido de Mussolini y, por analogía, el término se extendió a los nazis alemanes y a los franquistas españoles. Eran los años 30 del siglo pasado y todos ellos coincidían en la abolición de las libertades y en la persecución a sangre y fuego de los partidos de izquierda. En realidad, de todos los partidos, porque en España a los republicanos —que eran partidos, salvando las distancias, asimilables a lo que hoy es Ciudadanos— se les persiguió con la misma saña que a los socialistas, comunistas y anarquistas. Para Franco, todos eran “rojos”.
Los partidos como Vox, y sus homólogos europeos son enemigos de las libertades —el término “iliberales”, de uso poco común, sería más apropiado y, mejor aún, el de liberticidas— y su ideario no dista mucho del de los partidos fascistas mencionados. Son xenófobos, homófobos, racistas, antifeministas, antidemócratas y están en contra del proyecto europeo. Utilizan los instrumentos de la democracia para crecer, pero cuando llegan al poder, despliegan todo su ideario liberticida.
Por ejemplo, el gobierno de Viktor Orban (partido Fidesz-Unión Cívica Húngara) ha aprobado leyes para controlar los medios de comunicación, que han provocado que la televisión pública, la radio y la agencia estatal de noticias se conviertan en portavoces del gobierno. Ha suprimido el artículo de la constitución húngara que preveía para las mujeres un salario igual para un trabajo igual y ha limitado el derecho de huelga. Su partido rechaza el Estado del Bienestar y las ayudas a los pobres, a los desempleados y a todas las personas descritas como “improductivas”. Desde 2013, las personas sin hogar tienen prohibido dormir en las calles y se exponen a una multa de 500 euros. En 2018, una nueva ley estipuló que los desalojados de las calles pudieran ser encarcelados. Ha realizado recortes presupuestarios a la cultura y a la investigación científica. En 2018, fue sancionado por el Parlamento Europeo por silenciar a medios de comunicación independientes, así como por destituir a jueces, reprimir organizaciones no gubernamentales y alentar la corrupción.
El Gobierno de Mateusz Morawiecki (partido Ley y Justicia, LyJ, Polonia) apoya que su Tribunal Constitucional haya declarado que el derecho comunitario no puede prevalecer sobre la constitución polaca, señalando que algunas leyes europeas son incompatibles con dicha constitución. La UE está actualmente debatiendo sanciones a Polonia por este fallo, que niega la esencia misma del proyecto europeo. Su gobierno se propone aumentar las penas por los delitos más graves y es partidario de restablecer la pena de muerte, excluida de la legislación europea. El retorno al poder de LyJ ha conducido, por otra parte, a un declive de los logros democráticos, políticos y sociales del país, a un aumento de los poderes del ejecutivo a expensas del legislativo, al control de los medios de comunicación, a la supervisión de los jueces, al endurecimiento de la ley antiaborto, al rechazo del matrimonio homosexual y la eutanasia y a la promesa de un referéndum sobre la pena de muerte.
Estos partidos liberticidas, junto con el AfD alemán, la Agrupación Nacional Francesa de Marine Le Pen, el Partido de la Libertad de Austria, el de los finlandeses y otros similares, son con los que Vox vota en el parlamento europeo y a los que Santiago Abascal ha recibido hace unos días en Madrid para celebrar una cumbre ultraderechista.
Es evidente, entonces, que a quienes los ciudadanos deberían temer es a este tipo de partidos que amenazan con terminar con nuestras libertades, pero, en cambio, deberían estar tranquilos con respecto a los pacíficos y democráticos comunistas españoles.