Gracias a los debates televisados de las primarias de la derecha y las de los socialistas uno ha podido enterarse bastante detalladamente de los programas de los múltiples candidatos. Por otra parte, las declaraciones de la extrema derecha, al igual que las del izquierdista Mélenchon o del atípico Macron, ofrecen una información suficiente para que, a unos tres meses de la elección, se pueda ya discutir de los enfoques que se dan a una de las principales preocupaciones de la sociedad francesa, como de otras muchas europeas: el trabajo, y muy particularmente su carencia que suma millones de parados en Europa.
Resulta extraño que, salvo una idea lanzada por Macron, pero que no ha precisado y de la que hablaremos más adelante, se discuta del trabajo como si estuviéramos un siglo atrás.
Las 35 horas semanales establecidas por el gobierno socialista a principios del siglo XXI siguen siendo una obsesión. El candidato de las derechas, Fillon, ya ha proclamado que volverá a la semana de 39 horas, y muy particularmente para los funcionarios. Afirma que cubrirá así una parte del vacío que causará la supresión de 500.000 funcionarios en cinco años. Es una medida que presenta como absolutamente necesaria para rebajar los gastos del Estado. Pero no dice, ni él, ni los comentaristas, que este ahorro supone en realidad la supresión de 500.000 puestos de trabajo, y además puestos de trabajos sólidos e indefinidos por su estatuto. Habrá que sustituirlos por medio millón de nuevos puestos ¡cuando ya hay 3.500.000 parados! y ello en una economía muy movediza y poco dinámica.
En los programas de los candidatos de izquierda el mantenimiento de tal jornada de 35 horas es intocable, y las diferencias en cuanto al trabajo se articulan en torno a la flexibilidad y a la seguridad profesional. Que el Gobierno del presidente Hollande, dirigido por Valls, haya conseguido implantar los principios de tal seguridad profesional, regulando un derecho a la formación garantizado y progresista, no le ha cosechado ningún agradecimiento. Al rebajar el nivel de negociación a la empresa, de acuerdo en ello con el sindicato CFDT, ha suscitado la acusación de querer liquidar oficiosamente las 35 horas semanales, aunque el límite se afirme, en la ley, que es intocable.
Macron en uno de sus primeros mítines ha afirmado que su mandato será el del trabajo. Se le conoce como partidario firme de cierta flexibilización, pero la originalidad ha sido su propuesta de modular el trabajo en función de la edad. Para él, sería lógico que los jóvenes trabajasen más y que los mayores vieran su jornada reducida. Pero no ha ido más lejos y sus intenciones quedan pendientes de precisar, como todo su programa que de momento se centra, sobre todo, en afirmar que no es de ningún partido.
Ni unos ni otros han mencionado, salvo una frase de Benoît Hamon que indicó que las perspectivas de la nueva economía digital suponían la pérdida del diez por ciento de los empleos, los indiscutibles cambios que la nueva revolución postindustrial va a provocar en el trabajo. Y desde luego en las declaraciones no figuran ni los peligros, ni las soluciones.
Ciertamente todos afirman que el trabajo es esencial en la sociedad. Todos se quejan de la competitividad desigual que impone la mundialización. Las soluciones son anacrónicas: cerrar las fronteras para mantener la producción en el territorio nacional (extrema derecha o el socialista Montebourg), trabajar más para ser más competitivos (derecha), o conservadoras de la situación presente: mantener las 35 horas como tal y como existen sin pensar en ir más lejos en la reducción del tiempo de trabajo (socialista Hamont), volver a las horas extraordinarias sin contribución fiscal (Valls).
Ningún candidato ha querido plantear el doble problema que plantea hoy el trabajo. Por una parte, la adaptación del trabajo a la edad y a la movilidad profesional. Ya sería hora de cambiar la curva de las retribuciones salariales que progresan con la antigüedad, es decir con la edad, cuando las necesidades económicas de quienes trabajan son más importantes entre los treinta y cuarenta años, que entre los cincuenta y cinco y la jubilación. La inversión de la curva de los ingresos según la edad podría limitar el despido de los mayores, con la justificación de que resultan demasiado caros para las empresas, y los prepararía suavemente para la situación de jubilación. Una formación profesional continua, seriamente organizada -hoy es un total despilfarro ineficiente-, permitiría utilizar la experiencia de los mayores y preparar la movilidad en la ocupación que hoy se plantea casi siempre de manera agresiva y con el tránsito casi obligado por el paro.
El otro problema es la revolución digital, que trastorna ya los medios de producción y más aún los servicios. Los progresos de la robótica amenazan a corto plazo centenares de millares de empleos. El impacto de la demografía en la política social y el mercado laboral merece ser considerado. El envejecimiento pone en peligro los sistemas de pensiones y la inmigración, que puede ser una solución -así lo ha entendido la señora Merkel- genera toda una problemática. Por otra parte, si la natalidad es suficiente para mantener una pirámide de población adecuada, el trabajo puede ser un bien insuficientemente disponible para una buena cantidad de jóvenes que quieren acceder a él. ¿No sería una reducción del horario del trabajo la mejor solución? ¿No debería destinarse a su financiación una gran parte de las ganancias en productividad, que la economía digital o la inteligencia artificial van a permitir? El asalto de la mundialización financiera no fue ni previsto por los políticos, ni regulado cuando se desencadenó. Lo mismo parece que puede suceder con la revolución digital.
El modo de trabajar cambia permanentemente y tal cambio se está acelerando, se precipita. La falta de previsión por parte de los responsables económicos, políticos y sindicales puede desembocar en una crisis mayor. Aunque no faltan datos que nos deberían alertar.