Erase una vez…, un Jefe de Estado que alcanzó el poder después de algunos años intentándolo y de una carrera política bastante tormentosa. Se supo que en su juventud había cultivado las relaciones con un responsable policial del gobierno de la nación, años más tarde detenido e inculpado por traición, racismo, colaboración con el enemigo y crimen contra la humanidad. Antes de ser juzgado por estos presuntos delitos fue asesinado. El estadista en cuestión fue asimismo protagonista de una tentativa de secuestro cuya veracidad llegó a cuestionarse. Cuando finalmente logró su obsesión y objetivo, desde su máxima responsabilidad política se le censuraron algunos comportamientos impropios de su cargo. No tanto, por ejemplo, que mantuviera una dilatada relación extramatrimonial con otra mujer con la que tuvo una hija a la que pusieron el nombre de Mazarine, sino que alojase a esta familia paralela y secreta en un palacio, alquilado por el Estado, con vigilancia policial y todos los gastos resultantes sufragados por el erario público. Preocupado por las posibles críticas de los medios de comunicación social, determinó que se hicieran escuchas telefónicas a periodistas, a artistas, a gentes de cierto renombre, etc. Incluso llegó a ordenar a los servicios del Estado el secuestro y subsiguiente destrucción de los ejemplares de un libro ya impreso en el que su autor le atacaba con gran dureza. Dos buenos ejemplos de neodespotismo, pensará el lector.
Hoy sabemos que aquel Jefe del Estado, pese a su reprobable conducta personal, desempeñó su máxima responsabilidad con notorio acierto político. Impulsó reformas sociales progresistas de gran calado, que los Jefes de Estado y gobernantes que le siguieron, aun siendo de derechas, jamás se atrevieron a suprimir. Siempre se le reconocerá lo mucho que favoreció el desarrollo cultural de su país, la información sin cortapisas que alentaba y su gran personalidad e influencia en Europa.
Cuando falleció, llevaba apartado de la política algunos años. El país expresó su duelo colectivo y sintió el luto como propio. Hoy sigue constituyendo una referencia política en su país.
El lector habrá deducido fácilmente que aquel Jefe de Estado lo fue de la República francesa. Si recordamos hoy a François Mitterrand, debido a la noticia que ocupa la actualidad española en estos días, es para recordar que el hombre como tal es complejo y no deja de serlo por haber sido Jefe de Estado. La institución que en su día representó como jefe del Estado ha de ser ajena e independiente de su comportamiento una vez dejado el cargo. Sería a todas luces ilegítimo transformar lo que supuestamente pudiera ser un delito personal en una crisis institucional. Ahora bien, quien fuera responsable de la máxima jefatura es hoy un ciudadano sometido a la misma ley de la que desde su poder fue garante. La actualidad nos dice que este principio fundamental parece protegido y respetado.
En otros tiempos, hace casi un siglo, José Ortega y Gasset trató de este tema en un ensayo: Mirabeau, o, el político,, sin llegar, a mi parecer, a una conclusión satisfactoria. La Historia abunda en tales casos.