Son muchos los factores que hoy en día determinan los resultados electorales. La política se ha convertido desde hace tiempo, al menos en una buena parte, no solo en un acto esencialmente comunicativo, sino también en una modalidad de espectáculo o forma de entretenimiento. La imagen y capacidad dialéctica de los líderes, incluyendo su habilidad para caer bien e incluso hacer reír de vez en cuando, las minuciosas crónicas periodísticas sobre la aritmética parlamentaria de cada votación, el papel de los tertulianos, y las portadas de las cabeceras madrileñas de derechas y sus casi semanales encuestas de opinión, son tan importantes para ganar votos como, a veces pudiera parecer incluso que más, que la gestión de gobierno, los datos económicos, la clase social, y la articulación de un discurso político e ideológico de largo alcance que pueda conectar con las cabezas y los corazones de las personas. Sobre este último aspecto trata este artículo.

Ciertamente se habla mucho del relato y de su construcción. Pero los relatos que se ofrecen en la actualidad se limitan, en general, a explotar la polémica del día a favor de parte, mediante los llamados “argumentarios”, y cuando se intenta ofrecer un discurso de carácter más general, por ejemplo, en campaña electoral, se suele abusar de lugares comunes y de la demonización de las otras fuerzas políticas, tocando muy superficialmente los valores sobre los que supuestamente se funda el programa de este o aquel partido. El recurso a este enfoque no sería, por otro lado, el resultado de una falta de capacidad discursiva de la clase política, sino al contrario, una decisión fundada en el supuesto de que solo los mensajes sencillos y directos llegan al ciudadano medio, frente a discursos más “intelectuales” y complejos.

Cabe pues preguntarse si los discursos fundamentados en un relato encuadrado en el desarrollo de la historia, es decir, que conecta los cambios y las necesidades sociales del momento con una cierta cosmovisión del mundo, lo que tradicionalmente ha proporcionado la ideología, tiene todavía algún impacto en las dinámicas electorales, o si basta con tratar de “vender” lo mejor posible, con los expertos en campañas y comunicación más avezados, los logros de éste o aquel gobierno, y de responder con verbo afilado y frases felices a los ataques del adversario.

Sin, por supuesto, desdeñar la importancia del liderazgo político, las tácticas electorales y de comunicación en torno a los eventos del día a día, creo sin embargo que la izquierda, y el PSOE en particular, dispone en este momento histórico de una importante baza de cara a los próximos comicios en el campo de la comunicación político-ideológica de fondo, dadas las especiales circunstancias históricas que atravesamos, y la respuesta decidida, y rompedora de los viejos tabúes neoliberales, que ha dado el gobierno de Pedro Sánchez a las distintas crisis que ha venido enfrentando. Particularmente frente a un Partido Popular que carece de alternativa creíble más allá de predicar bajadas de impuestos indiscriminadas y regresivas, con grave riesgo para la financiación de los servicios públicos, oponerse a los topes al precio de la electricidad, y a las medidas de ahorro energético.

La época histórica que se abre con la pandemia ha reforzado el valor de lo público, y también del europeísmo y el internacionalismo, principios ideológicos fundamentales del socialismo democrático español, para garantizar bienes esenciales como la salud, el medio ambiente, la vivienda, la energía, el agua, o la alimentación. Bienes que hace unos años se daban por sentados, midiéndose el avance del nivel de vida por algunos sectores de la clase media por otros factores más burgueses, como la casa en propiedad, la segunda residencia, coche propio, o el acceso a colegios de pago o sanidad privada.

En el plano sanitario, quedó enseguida en evidencia el efecto contraproducente de años recortes en el sistema público durante el gobierno de Mariano Rajoy, incluyendo el deterioro de la atención primaria y el cierre de ambulatorios y centros de salud en las zonas rurales, entre otros ejemplos. Pero, sobre todo, se puso de relieve como frente a una epidemia, solo el sector público podía garantizar un acceso igual y equitativo a las vacunas a toda la población, encargado de financiar la investigación, la compra, y la distribución de las dosis. Un sector público que no se identifica ya solamente con el Estado, sino también con la UE, que organizó el proceso en favor de los Estados miembros, dando lugar así al nacimiento de la unión sanitaria, propuesta inicial de los socialistas españoles en el Parlamento Europeo. Se evitó así una competición entre los Veintisiete para aprovisionarse, que habría sido ineficiente en la consecución de buenos precios y devastadora socialmente. Solamente en el campo de las restricciones, la influyente ala trumpista del PP, liderada por Díaz Ayuso, encontró una brecha en este marco ideológico, estructurando su discurso en torno al binomio responsabilidad-hedonismo, lo que le reportó un gran éxito electoral en perjuicio, seguramente, de la salud pública de los madrileños. En todo caso, la pandemia del coronavirus no ha terminado. Probablemente seguirá teniendo mucha importancia una estrategia de salud pública centrada en la vacunación periódica y el uso de medidas de protección como las mascarillas en interiores en determinadas épocas del año.

Pero también la Covid-19 ha devuelto protagonismo, tras cuatro décadas de hegemonía cultural neoliberal, a las políticas económicas neokeynesianas e incluso abiertamente heterodoxas, con un antecedente importante en la crisis del euro, que puso de relieve la insuficiencia de un marco de gobernanza macroeconómica centrada casi exclusivamente en la disciplina de mercado y las normas de equilibrio presupuestario, y el fracaso social de las políticas de ajuste fiscal y laboral a ultranza (llamadas de “austeridad”) que se aplicaron entonces.

Así, el socialista Pedro Sánchez fue el primer jefe de gobierno de la UE en proponer un nuevo “Plan Marshall” en la primavera de 2020, a financiar con emisiones comunitarias de deuda, que sirviera para dar ayudas directas (no solo préstamos) a los sectores y Estados más afectados socioeconómicamente por la pandemia. Lo que se materializó en el Plan de Recuperación para Europa y que ha supuesto para nuestro país subvenciones para reformar nuestro modelo productivo por valor de 70.000 millones de euros, avanzando en la transición ecológica y digital. Este Plan, más conocido como “Next Generation EU” constituye el avance más importante en la federalización de la Unión desde el establecimiento del euro en 1992.

También la emergencia climática lleva años poniendo de relieve la importancia de lo público, pues es evidente que nunca el libre mercado y las grandes multinacionales del petróleo y automovilísticas habrían reducido por sí mismas los volúmenes de emisiones de C02 de efecto invernadero. Solo la regulación ambiental de carácter europeo e internacional podrá frenar un proceso que amenaza nuestra civilización, y que se ha acelerado desde 2015. Basta como ejemplo el duro verano de 2022 en todo el hemisferio norte, con las sucesivas olas de calor, la sequía, y los incendios forestales. Tampoco el mercado podrá proporcionar en solitario la financiación necesaria, que se estima en un billón de euros anuales para el conjunto de la UE, para seguir impulsando las energías renovables, el aislamiento del parque de viviendas, la adaptación de los procesos industriales y un largo etcétera. Por eso resulta imprescindible que el Next Generation EU se convierta en un instrumento permanente de la UE precisamente para financiar la transición ecológica de la economía y la sociedad necesaria para alcanzar la neutralidad climática en el 2050.

La inflación y la crisis energética igualmente han puesto de relieve la necesidad de la intervención pública para paliar sus efectos en las condiciones de vida de la ciudadanía. La escalada de los precios tiene su origen inicial en la quiebra de las cadenas de suministro con Asia durante el primer año de la pandemia (2020), lo que aumentó los costes de transporte de las empresas y en consecuencia los precios finales. Estas cadenas se han restablecido, pero no plenamente, en parte por la política de “cero Covid” de China.

A continuación, y ya antes de la invasión de Ucrania, en el otoño de 2021, Moscú empezó a reducir los “stocks” de gas natural, lo que inició la subida de los precios de la energía en Europa, ya que el mercado eléctrico europeo fija el precio agregado de la luz con base al de la tecnología más cara. Un proceso que se ha acelerado tras el 24 de febrero de 2022, con las sanciones a la importación del crudo y el carbón ruso, y la reducción de los volúmenes en el gasoducto Nord Stream, hasta la paralización completa de este flujo de energía por el Kremlin el 2 de septiembre. Por supuesto la inflación energética se ha traslado rápidamente a todos los sectores de la economía, incluyendo el de la alimentación, afectado también por la propia conflagración, al cortarse las exportaciones de grano y fertilizantes desde Rusia y Ucrania al resto del mundo.

Ante esta nueva emergencia, el gobierno de Pedro Sánchez ha puesto en marcha un paquete de medidas fuertemente socialdemócrata para garantizar a las familias un bien esencial (la energía), subvencionando descuentos en el precio del carburante, reduciendo el IVA y los impuestos especiales sobre los productos energéticos, dando ayudas directas a los hogares más desfavorecidos, gravando los beneficios extraordinarios de las eléctricas, y consiguiendo que Europa autorice desacoplar el precio de la electricidad del gas para España y Portugal. Estas medidas han dado su fruto, en particular, la llamada “excepción ibérica”, ya que se estima que el precio que pagaban los ciudadanos españoles y portugueses a finales de agosto del 2022 por la energía es un 36% menos que en Francia, un 41% menor que en Italia y un 27% menos en Alemania. Cae así el gran dogma neoliberal contra la introducción de modificaciones o controles a los precios de bienes “de mercado”.

Algunas de estas medidas del gobierno español también han sido pioneras en Europa, que se apresta a recomendar a los Estados miembros la introducción de un impuesto a los beneficios “caídos del cielo” y a reformar el mercado comunitario de la electricidad para reducir la incidencia del precio del gas en el precio de la luz. Además, la Comisión Europea, presidida por la democristiana Von der Leyen, ha avalado las medidas de ahorro energético como la limitación de los grados en el aire acondicionado y la calefacción, en franca contradicción con el PP y Díaz Ayuso.

También nuestro país pone al servicio de la UE sus regasificadoras de gas natural licuado, lo que requiere ampliar el gasoducto con Francia (conocido como proyecto MidCat), y que apoyan Alemania y la Comisión, y que servirá para transportar hidrógeno verde en el futuro. El corte definitivo del gas ruso debe conllevar el desistimiento de la oposición francesa al proyecto. Ciertamente las interconexiones son un pilar fundamental de la unión energética en construcción, junto al Pacto Verde, el aumento de las reservas de gas para el invierno (que están ya al 90 por cien), las compras comunes de energía importada, y los planes de ahorro de consumo de electricidad y gas. Todo ello redundará en aumentar la oferta y reducir la demanda, garantizando el suministro, con la consiguiente reducción de los precios de la energía.

La crisis alimentaria pone asimismo de relieve la necesidad de dotar a Europa de una autonomía estratégica expandida al campo de la energía, pero también al de la agricultura y la ganadería, donde también España desempeña un papel central en Europa en el suministro de cárnicos, frutas y hortalizas. La Unión no puede quedar al albur de los vaivenes de los mercados mundiales para alimentar a su población.

Ciertamente algunas de las medidas citadas, sobre todo las de alivio social, aumentan el gasto público y en consecuencia la deuda pública de los Estados, en un momento en el que el BCE ha decidido subir el tipo de interés para controlar la inflación. Ahora bien, el uso de este instrumento es cuestionable ante una inflación de costes, es decir, no originada por un exceso de demanda agregada, lo que podría tener efectos muy negativos sobre el crecimiento económico y el empleo si no está bien calibrado. En todo caso, también Europa podría y debería ayudar a los Estados a financiar estas medidas con una nueva emisión de deuda pública europea, en el marco de un Plan de Asistencia y Resiliencia.

En definitiva, se trata de ensamblar un “relato” en una longitud de onda superior y que evidencie la necesidad de reconstruir el equilibrio entre mercado-sociedad-Estado-medio ambiente tras las rupturas que han supuesto la crisis financiera y del euro, la pandemia, y la guerra de Ucrania, junto con la aceleración del cambio climático, con todas sus consecuencias económicas, sociales, y ambientales. Un nuevo equilibrio o contrato social que contemple el mercado no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta más al servicio del interés general, en el marco de una España y una Europa que protegen, ya sea frente a las agresiones territoriales, la Covid-19, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, o la inflación. Más de ochenta y dos años después de la redacción del Manifiesto de Ventotene, no podía ser más actual su apuesta por una Europa federal y social.

Con un discurso de estas características, cuya declinación puede y debe hacerse de forma pedagógica, cercana y comprensible por el conjunto de la ciudadanía, frente a la tentación del lenguaje complejo y academicista, el PSOE afrontaría, reforzado, las elecciones generales de 2024.