El dato de inflación de finales del mes de julio fue demoledor: el 10,8% interanual, la mayor de los últimos 38 años. Comenzó a subir ahora hace un año debido a la rotura de las cadenas de suministros tras la pandemia y se ha agudizado a partir de febrero con la subida de los combustibles fósiles a raíz de la invasión de Ucrania. Sin embargo, se habla demasiado poco de que una parte significativa de la inflación está inducida por decisiones empresariales. En particular, tiene su origen en los exorbitantes beneficios que están obteniendo los oligopolios.
En un trabajo anterior hablé del poder de mercado como lo opuesto a la libre competencia. Dicho poder es el que permite, a las compañías que lo tienen, fijar los precios a su conveniencia, debido a la ausencia de competencia en su sector. Aprovechan coyunturas como la crisis actual, en las que el consumidor está predispuesto psicológicamente a aceptar subidas de precios, para subir los suyos a voluntad, sin más causa que lo justifique que aumentar sus beneficios.
Se publicaron también en julio las declaraciones empresariales de beneficios del primer semestre de 2022 presentadas a la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Los resultados de las energéticas y de la gran banca son muy esclarecedores:
Iberdrola obtuvo un beneficio neto de 2.075 millones, un 36% más que en el mismo periodo de 2021; Endesa aumentó su beneficio un 10%, hasta 916 millones; Repsol lo duplicó, obteniendo 2.539 millones; TotalEnergies —una energética francesa con sede en 130 países— triplicó sus beneficios en el primer semestre de 2022; Shell aumentó sus ganancias un 176,8%. La mayoría de estas empresas no solo operan en España, pero estos porcentajes dan una idea de cómo el drama, que para la mayoría es la guerra, está siendo para ellas una bendición.
En cuanto a los bancos, las principales entidades bancarias españolas lograron un beneficio conjunto de 10.295 millones en el primer semestre de 2022. Santander registró un beneficio neto de 4.894 millones, un 33% más que en el mismo periodo de 2021; BBVA obtuvo 3.001 millones, que supuso un incremento del 59,3%; CaixaBank cerró el semestre con 1.573 millones, un 17,1% más; y Banco Sabadell registró 393 millones, un 78,6% más.
Conviene comparar estos exorbitantes beneficios extra, obtenidos en tan solo un semestre, con los modestos 7.000 millones que el Gobierno espera recaudar, en dos años, con el impuesto a las grandes energéticas y a los grandes bancos recientemente aprobado y aún en trámite parlamentario.
Estas empresas entienden que su margen de beneficio ha de ser un porcentaje fijo de su facturación, por lo que si facturan el doble, deben obtener un beneficio doble. Por ejemplo, si una compañía automovilista vende un coche y obtiene 1.000 € de beneficio, debería obtener 2.000 € si vendiera dos coches. Pero esta regla solo es razonable aplicarla a precios constantes. Si sigue vendiendo un coche, pero lo vende al doble de su precio porque los materiales han subido, su aumento de facturación es ficticio. Eso es justo lo que sucede con las energéticas: nos siguen vendiendo la misma cantidad de gas y de gasolina, solo que al doble o al triple de su precio. Su cuota de mercado y el trabajo necesario para producirla son los mismos y, por lo tanto, su beneficio absoluto no debería aumentar. Si lo hace, es porque la libre competencia ha desaparecido de sus sectores.
Los Estados Unidos se dieron cuenta muy pronto del fenómeno de los monopolios y oligopolios, y del perjuicio que suponían para los consumidores. La primera ley antimonopolio —la Sherman Antitrust Act— se promulgó en 1890. Su aplicación en 1911 al monopolio petrolífero Standard Oil dio lugar a su fragmentación en 34 compañías. Lo mismo sucedió en 1982 con la empresa ATT de telecomunicación, que fue también dividida en varias empresas más pequeñas.
En la España democrática, la primera ley de defensa de la competencia es de 1989, y en ella se establecieron el Servicio y el Tribunal de Defensa de la Competencia. Ambos fueron reemplazados en 2007 por la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia que, a su vez, fue subsumida en 2013 por una comisión más amplia —La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC)— que subsumió también otras seis comisiones sectoriales en las áreas de la energía, las telecomunicaciones, la industria audiovisual y otras.
La CNMC se concibe como un organismo independiente de los gobiernos. Sus miembros tienen un mandato de seis años y se renuevan por tercios cada dos años. Solo pueden ser cesados por causas tasadas. Los candidatos de cada renovación los propone el gobierno de turno, pero pueden ser vetados por el Congreso, al cual deben dar cuenta de su gestión al menos una vez al año.
La CNMC tiene capacidad inspectora y sancionadora. También puede vetar fusiones de empresas en ciertas condiciones, pero no parece que tenga la competencia de fragmentar aquellas que hayan alcanzado una posición en exceso dominante.
Sobre el papel, las leyes españolas y europeas prohíben las conductas contrarias a la libre competencia, tales como la fijación o la concertación de precios, el reparto de clientes en las licitaciones, la limitación o el control de la producción y otras semejantes. Sin embargo, la mayoría de las veces es muy difícil probar tales concertaciones y, en la práctica, la CNMC interviene solo en los casos muy evidentes o muy sangrantes.
Sería muy necesario que la prensa, los organismos públicos o las fundaciones privadas hicieran una evaluación minuciosa de cuántos puntos de la inflación actual son debidos al aumento de los márgenes empresariales. De esta forma, los ciudadanos sabríamos que, además de Putin, hay otros culpables de nuestras dificultades que tienen nombres y apellidos.
También sería muy conveniente que el legislativo revisara nuestras capacidades legales para defender la libre competencia y combatir los monopolios. No nos vendría mal una ley antitrust que permitiera dividir una compañía cuando copase demasiada cuota de mercado. Por ejemplo, se podría prohibir por ley que una sola compañía capturara más del 10% del mercado de un cierto producto. Diez empresas competidoras en cada sector es tal vez un mínimo para que pueda hablarse de libre competencia.