Adam Schaff, en su libro ¿Qué futuro nos aguarda? del año 1985, enfatizó la necesidad de abordar el estudio de las consecuencias sociales, culturales y políticas de las tres grandes revoluciones científico-tecnológicas que comenzaban a despuntar en aquellos años: la micro-electrónica, la energética y la revolución microbiológica.
Tres décadas después las palabras del visionario Schaff cobran especial relieve, particularmente en lo que a los avances en genética humana se refiere. Partimos del a priori de que a la ciencia hay que analizarla en su contexto sociocultural y considerarla una realidad cultural, a través de la cual se interpreta el mundo, contribuyendo de forma decisiva al cambio social. Además, el ritmo de la ciencia es imparable, a la par que sus repercusiones económicas y estratégicas son de gran calado y que han dado lugar a numerosos interrogantes derivados de utilizaciones ilegítimas. En el caso que nos ocupa adquiere carta de naturaleza el dar respuesta a una cuestión básica relacionada con la libertad de investigación y sus límites. Lo cierto es que sus avances están quebrantando verdades admitidas hasta hoy y el ser humano ha penetrado en esferas que nunca habían sido franqueadas. Deviene, siguiendo al eminente científico francés Jacques Testart en un ser “transparente”, consecuentemente extraordinariamente vulnerable. Y todo ello en un escenario de profunda secularización de la cultura, en donde la Naturaleza ha adquirido una nueva valoración, sujeta a la mediación humana, con la consecuente inquietud de poner en trance la vida del ser humano, tal como hasta nuestros días la entendemos.
El pasado mes de agosto, el científico español Juan Carlos Izpisúa, anunció en los medios de comunicación internacionales que su equipo había modificado genéticamente, en un laboratorio en China, embriones de mono con la finalidad de inactivar los genes para la formación de sus órganos. Posteriormente, inyectaron células humanas capaces de generar diferentes tejidos. Su finalidad, según anunció, era la de avanzar en los xenotransplantes.
Hace varias semanas volvió a saltar a la opinión pública Izpisúa al detallar que había creado en laboratorio embriones artificiales a partir de una célula de la oreja de un ratón, abriendo paso a crear embriones humanos artificiales, también llamados Entidades Humanas Sintéticas con Características tipo Embrión (SHEEFS por su sigla en inglés). El objetivo, según sugería, es conocer los efectos de nuevos medicamentos o de mutaciones genéticas. Una noticia que verosímilmente ha pasado desapercibida, si bien valoro tiene un gran interés y relevancia y es un primer paso para futuros experimentos con células humanas. Según declaró Izpisúa “estas primeras etapas del desarrollo del embrión tienen profundas implicaciones en el éxito de un embarazo, cómo los órganos se forman e, incluso, en enfermedades posteriores, como el Alzheimer”. Además – según decía- plantea una ventaja adicional pues estos procedimientos hacen factible crear estructuras parejas a los embriones que evitarían la destrucción de embriones naturales, con los consecuentes beneficios a la hora de avanzar en el conocimiento de ciertas patologías, descubrir fármacos (por ejemplo, para el cáncer o la diabetes) y dar pasos hacia la que, a buen seguro será la medicina del futuro: una medicina preventiva, personalizada y regenerativa.
Ahora bien, los problemas coligados a esta línea de trabajo son de hondo calado. En primer lugar, los asociados a la utilización de embriones más allá del día 14 de su fecundación. Fue en los años setenta cuando la comunidad científica acordó que un embrión creado in vitro no debía crecer más de catorce días, lo que tarda en desenvolverse la primera estructura, dónde después se instala la espina dorsal. Así se recoge en la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, capítulo IV, artículo 15.b en donde se dice que “La investigación o experimentación con preembriones sobrantes o procedentes de la aplicación de las técnicas de reproducción asistida sólo se autorizará si se atiene a… Que el preembrión no se haya desarrollado más allá de 14 días después de la fecundación del ovocito, descontando el tiempo en el que pueda haber estado crioconservado”. En segundo lugar, riesgos vinculados a usos indebidos, como intentar una mejora del ser humano o “fabricar en laboratorio pseudohumanos de segunda categoría” y, en cualquier caso, no crear un SHEEF que experimente dolor. En tercer lugar, incertidumbres ligadas a la mercantilización de la vida humana, bajo pretensiones de un supuesto progreso intrínseco a las innovaciones en este campo.
Nos emplazamos, consecuentemente, en los conflictos procedentes de la lógica del descubrimiento científico y los límites éticos a su devenir, aunque existan voces que pretendan disociar las innovaciones tecnológicas de la sociedad, máxime en un terreno donde se implica a las generaciones futuras. Si el papel de la ciencia se construye a partir de procesos de institucionalización, finalizando ya la segunda década del siglo XXI la tecnociencia se encuentra subordinada al ámbito mercantil. De ahí la importancia de la intervención de la sociedad a la hora de crear mecanismos reguladores, previo debate interdisciplinar, puesto que disociar a la ciencia de la sociedad es imposible, habida cuenta de que es un producto cultural configurado a partir de intereses económicos, políticos, estratégicos…
El golém, un humanoide elaborado con agua y arcilla mediante conjuros, participado plenamente de maldad y torpeza, ha sido para algunos filósofos asimilado a la ciencia, en tanto en cuanto es capaz de proveer de bienestar a la par que puede resultar inquietante. Está en nuestras manos la deriva que puedan experimentar las aplicaciones de la genética humana, estemos atentos, máxime en esta área, pues nos jugamos mucho…