En los primeros meses de 2003, cuando se veía que Estados Unidos iba a atacar Irak con el pretexto de unas inexistentes armas de destrucción masiva, las ciudades europeas (incluyendo las españolas) se llenaron de manifestantes que gritaban “No a la guerra”. Gritar “No a la guerra” era como gritar “No a la agresión”, porque el Estado que buscaba la guerra, Estados Unidos, era también el Estado agresor y nadie equiparaba al agresor con el agredido, que fue Irak. Pero hay otros ejemplos históricos donde decir a “No a la guerra” es como pedir al agredido que no se defienda, que no utilice la fuerza armada para defenderse. Un caso semejante fue la agresión anglofrancesa contra Egipto tras nacionalizar el Canal de Suez en 1956, pues este país necesitaba defenderse ante una operación neocolonialista que pretendía transmitir un mensaje de advertencia al Tercer Mundo. Lo mismo puede decirse, años antes, de la invasión de varios países europeos por Alemania a partir de septiembre de 1939: no se podía decir a Polonia, a los Países Bajos, a Bélgica, a Dinamarca o a Noruega que no intentaran defenderse. Menos aún podría llamarse partido de la guerra a quienes en Egipto, en Polonia, en los Países Bajos, en Bélgica, en Dinamarca o en Noruega defendían la respuesta armada contra la agresión. Y más recientemente, no se podía prohibir al nuevo Estado de Bosnia-Herzegovina que se defendiera frente a los agresores serbios que tenían cercado Sarajevo.

La Carta de Naciones Unidas prohíbe la guerra (“Los Miembros de la Organización arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos”, reza su artículo 2.3) y prohíbe a sus Estados miembros recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza (artículo 2.4. de la Carta de San Francisco). Pero la Carta no desarma a los Estados frente a los agresores: si el Consejo de Seguridad estima inadecuadas las medidas que no implican el uso de la fuerza cuando haya una amenaza de la paz, “podrá ejercer, por medio de fuerza aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales” (artículo 43 de la Carta), lo que supone establecer un sistema de seguridad colectiva. Dicho de otro modo, la Carta de Naciones Unidas prohíbe el uso de la fuerza armada para resolver controversias internacionales pero no impide acudir a la fuerza frente al Estado agresor como legítima defensa o como sanción acordada por el Consejo de Seguridad de naciones Unidas [véase, por todos, Julio D. González Campos, Luis I. Sánchez González y Paz Andrés Sáenz de Santamaría: Curso de Derecho internacional público, Cizur Menor (Navarra), 2008, págs. 1008-1021]. El Derecho internacional no prohíbe pues el uso de la fuerza cuando se trate de defenderse del uso de la fuerza y, especificando más, Naciones Unidas adoptó el 14 de diciembre de 1974 la Resolución 3314 sobre definición de la agresión cuyo artículo 3 parece redactado parta definir la invasión rusa de Ucrania (invasión o ataque por las fuerzas armadas de un Estado del territorio de otro Estado, bombardeo del territorio de otro Estado, bloqueo de puertos, ataque por las fuerzas armadas de un Estado contra las fuerzas armadas de otro Estado, etc.).

Difícilmente se podría prohibir todo uso de la fuerza, es decir, de la guerra cuando en la sociedad  internacional y aun dentro de un Estado existe la violencia armado. ¿Se podía prohibir a la República española que utilizara la fuerza contra los militares sublevados? Lo impusieron los Estados cómplices de los rebeldes con la creación del Comité de No Intervención que sólo sirvió para que un Estado democrático y legítimo no pudiera recibir el armamento que necesitaba (sobre esto, se acaba de publicar la excelente obra de Miguel I. Campos Armas para la República. Contrabando y corrupción, julio de 1936 – mayo de 1937, Barcelona, 2022).  Por eso la expresión “No a la guerra” es equívoca pues tiende a equiparar al agredido con el agresor. Ignora por otra parte, que desde el Derecho internacional clásico la idea de guerra justa es consustancial al Derecho a defenderse del agresor como defendieron Vitoria y Grocio y en nuestros días Michael Walzer [Josep Baques Quesada: La teoría de la guerra justa. Una propuesta de sistematización del ius ad bellum, Cizur Menor (Navarra), 2007].

Por eso sólo políticos fracasados como Jeremy Corbyn y Jean-Luc Mélenchon, anclados en una visión irreal de la sociedad, pueden ignorar el derecho de todo Estado, de todo pueblo, a defenderse contra el agresor y el correlato de este derecho, el derecho de la sociedad internacional a proporcionar medios al Estado agredido para defenderse.

Por otra parte, quienes lanzan irresponsablemente el “No a la guerra” se sitúan en la equidistancia entre Ucrania y Rusia, entre agresor y agredido. Una equidistancia que se levanta sobre otro equívoco que es el mito de una OTAN agresiva. La OTAN fue durante la Guerra Fría tan agresiva como el Pacto de Varsovia pero en los últimos años, como explicaba recientemente Jorge Dezcallar, la OTAN estaba en muerte cerebral en palabras de Macron y ha sido la agresión rusa a Ucrania la que la hecho resucitar (Jorge Dezcallar: “Putin pierde”, El Periódico de España, 7 de marzo de 2022).

En todo caso, las consecuencias del “No a la guerra” adoptado por partidos de Gobierno son doblemente perniciosas. Por un lado, desacredita a los Gobiernos cuyos miembros mantiene esa posición y le resta credibilidad internacional. Por otra parte, es un mensaje que es fácil de comprar por ciertas franjas de extrema derecha. Con ese mensaje, no es de extrañar que antiguos votantes comunistas en Francia, Italia y España voten a la extrema derecha pues se está transmitiendo el mensaje de la validez de la violencia en las relaciones internacionales y el mensaje que dignifica regímenes autoritarios como Rusia.