Hace tan solo veinticuatro horas una periodista francesa requería mi opinión sobre la Ley de Memoria Democrática anunciada por el gobierno español, cuya actualidad suscita no poco interés. Subrayaba yo que la ley me parecía oportuna y ajustada pero que, sobre todo, esperaba que su tramitación no desencadenase una enésima guerra civil verbal.

Lamentablemente, mi temor no ha tardado en cumplirse. La Alcaldía de Madrid ha decidido suprimir los nombres de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto de las calles de la capital y quiere también retirar las estatuas de ambos líderes socialistas, a quienes unas boceras de ultraderecha acusan de haber llevado a cabo una política “sanguinaria y siniestra”.

Con toda evidencia es una barbaridad de tiempos pretéritos y que los demócratas quisiéramos entender como definitivamente pasados. No vamos a caer en la inútil defensa de los dos políticos de una República atacada y asesinada, como lo fueron sus representantes cuando cayeron en las garras de los predecesores de los ediles actuales madrileños del PP, Vox y Ciudadanos. Las decisiones de los concejales, coaligadamente hoy mayoritarios en el consistorio madrileño, pretenden ensuciar la memoria de estos hombres políticos socialistas que jamás fueron sanguinarios. Cuando por su mediocridad e incapacidad están abandonando a sus conciudadanos por su pésima gestión en la epidemia del covid19, los ediles de esos tres partidos tratan de desviar la atención de su calamitosa gestión con inútiles y mentirosas alegaciones sobre un pasado que quieren continuamente revisar. Están realmente contagiados por su culpabilidad heredada, tan infectados como sus desdichados y abandonados ciudadanos por el virus.

Desde luego, no debemos dejarnos atraer, insisto, por este guerracivilismo verbal. Sin duda tenemos que lamentar que la justicia histórica y democrática haya sido una asignatura pendiente de la democracia española, que no se contemplara cuando la España democrática, estabilizada por el gobierno de Felipe González, después de una compleja Transición, gozaba de un poder para legislar decididamente y sin la menor vacilación con el fin de evitar la propagación del temible virus que hoy azota nuestro país, como lo hizo en siglos pasados, sumidos en la reacción oscurantista, en sucesivos pronunciamientos, con obispos indignos de la religión que predican, con distintos dictadores, pudiese asomar su horrible perfil en nuestra sociedad. La revisión del pasado más trágico de nuestro país bajo la autarquía franquista no fue posible, porque deseábamos que nuestro pueblo viviese por fin en concordia y paz. Que no nos pese haber actuado de tal modo.