Vista desde España, la disolución de la Asamblea de la República portuguesa por causa del rechazo parlamentario del proyecto de Presupuesto provoca alguna perplejidad y suscita alguna reflexión constitucional. No voy a entrar en el trasfondo político de la situación y tampoco sabemos si el Primer Ministro Costa hubiera preferido las elecciones anticipadas a gobernar sin Presupuesto (en España, el Presidente Sánchez prefirió disolver cuando Esquerra Republicana de Catalunya provocó la aprobación de una enmienda de totalidad en 2019). Sobre lo que quiero reflexionar es sobre el modelo constitucional que en algunos países europeos otorga al Presidente de la República (nunca al Rey en las Monarquías parlamentarias) la facultad de disolver a su voluntad el Parlamento y, con ello, de cesar al Gobierno.

Un constitucionalista alsaciano de la primera mitad del siglo XX, Robert Redslob, siguiendo a otro gran constitucionalista francés, Duguit, definió el régimen parlamentario como un sistema de equilibrio entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo, caracterizado por una doble relación y por una interdependencia ente ambos Poderes (Le régime parlementaire, París, 1924, págs. 1-2). El régimen parlamentario puro es orgánicamente binario y se contrae a la relación entre dos órganos constitucionales, como son el Parlamento y el Gobierno: el Gobierno emana del Parlamento y sólo puede existir con la confianza de éste.

Pero esta noción, llamémosla pura, del régimen parlamentario contenía en riesgo que ya estaba presente en la legislación constitucional de la Tercera República (en las Leyes constitucionales de 1875), pero que emergió con gran intensidad en las Constituciones republicanas posteriores a 1918: la potestad del Presidente de la República de disolver el Parlamento. En las Constituciones alemana y finlandesa de 1919, checoslovaca de 1920, polaca de 1921 y española de 1931 el Presidente de la República tenía la potestad de disolver, por propia iniciativa, el Parlamento (en el caso polaco, con la aquiescencia del Senado). Esta facultad llama mucho la atención. ¿Cómo era posible que cuando las Monarquías europeas estaban evolucionando hacia al parlamentarismo (que comportaba la renuncia regia a disolver los Parlamentos por propia iniciativa), las nuevas Repúblicas democráticas adoptaran unos poderes del Presidente que dejaba en precario el mismo modelo parlamentario? Y la prueba de esa quiebra del parlamentarismo es que el Presidente von Hindenburg disolvió el Reichstag cinco veces entre 1928 y 1933. Lo mismo puede decirse del Presidente Alcalá-Zamora, quien, tras un discutible cese de Azaña en septiembre de 1932, disolvió dos veces las Cortes hasta el extremo de que su destitución en abril de 1936 estuvo probablemente motivada por el temor de la coalición del Frente Popular a que volviera a disolver el Parlamento.

La explicación más probable a esta configuración constitucional, que limitaba el sistema parlamentario, es que a partir de la Constitución de Weimar los diversos juristas que prepararon los textos constitucionales, por muy demócratas que fueran, no se habían distanciado intelectualmente del modelo de la Monarquía constitucional, en la que el Rey era un poder autónomo al que estaba subordinado el Gobierno. Pensaban que la República democrática era una prolongación de ese modelo decimonónico y no quisieron independizar al Gobierno de la preeminencia regia, ahora presidencial. Y ello llama tanto más la atención cuando jurista tan sutil como Hans Kelsen apuntó a comienzos de los años veinte del siglo pasado que “no es, pues, un órgano lógicamente necesario al Estado” (Teoría General del Estado, Granada, 2002, pág. 499).

A pesar de que el modelo mostró sus defectos en Alemania y en España, en la segunda mitad del siglo XX, tras la derrota del fascismo en Europa y tras la desaparición de las dictaduras mediterráneas, importantes y representativas Constituciones volvieron a otorgar el poder autónomo de disolución del Parlamento al Presidente de la República: Italia (1948), Grecia (1975) y Portugal (1976).

La facultad autónoma de los Jefes de Estado en las Repúblicas parlamentarias supone una muy grave quiebra del propio parlamentarismo, pues otorga un poder excepcional al Presidente de la República que, por muy representativo que sea de todo el Estado, no suele ser política e ideológicamente neutral. Es como introducir una cuña dentro de un sistema lógico y plenamente democrático, desapoderando en parte al Gobierno de un instrumento político fundamental para evitar los conflictos entre los dos órganos constitucionales. Así ha ocurrido en Portugal, pero puede pasar en Italia o en Grecia o en algunas Repúblicas de Europa oriental y central que también han acogido esa función presidencial autónoma.

Frente a esta quiebra del parlamentarismo, la Constitución española destaca por poseer un modelo parlamentario muy limpio, donde solo el Presidente del Gobierno (ni siquiera el Gobierno) puede decidir la disolución de una o de las dos Cámaras (artículo 115). Al tratarse de una Monarquía parlamentaria, el Jefe del Estado no puede poseer esa facultad, pues ni siquiera es un poder del Estado, de la misma manera que su margen de decisión a la hora de proponer candidato a la Presidencia del Gobierno es muy limitado y tasado (artículo 98), aunque, como se ha visto en 2016 y 2019, el modelo es mejorable. Es una regulación particularmente respetuosa con el sistema parlamentario y por eso llama la atención que Constituciones modernas llegaran a caer en anacronismos que ya estaban anticuados en 1918.