El artículo 18.4 de nuestra Constitución considera la protección de datos y la privacidad de los mismos como un derecho fundamental. Como tal también lo considera el artículo 8 de la Carta de Derechos fundamentales de la UE. Nuestra Ley de Protección de datos (05/12/2018) traspone las directivas emanadas del Parlamento Europeo entre 2016 y 2018. En ella, se regulan numerosos aspectos tales como el deber de confidencialidad de todos los agentes que intervengan en el tratamiento de nuestros datos, la necesidad de un consentimiento expreso cuando una entidad privada vaya a recopilarlos, los derechos de acceso, rectificación y supresión de los mismos, el de oposición a ciertos usos, etc. También crea la Agencia Española de Protección de Datos, que es la encargada de velar por el cumplimiento de todos estos aspectos.

Sin embargo, las regulaciones legales están yendo muy por detrás de los avances tecnológicos que, como expondré aquí, son capaces cada día de recopilar más datos de las personas, muchas veces sin su consentimiento, de tratarlos informáticamente con herramientas cada vez más poderosas y de hacerlo no siempre para fines lícitos. El propio preámbulo de la ley de 2018 ya anticipa que existen “… riesgos, pues las informaciones sobre los individuos se multiplican exponencialmente, son más accesibles, por más actores, y cada vez son más fáciles de procesar mientras que es más difícil el control de su destino y uso”.

Los datos que corren más peligro no son los que suministramos a los poderes públicos como consecuencia de las gestiones administrativas o de los tratamientos médicos que llevamos a cabo. Las bases de datos gestionadas por las autoridades están sujetas a numerosos controles y, en principio, están suficientemente regulados sus usos. El problema principal proviene de los datos que recopilan las entidades privadas.

Realizamos búsquedas en Internet con el navegador Chrome de la compañía Google; nuestro correo lo gestiona Google Gmail; nuestros desplazamientos en coche están asistidos por Google Maps; nuestros archivos los compartimos en Google Drive; nuestra mensajería privada la gestiona la compañía Meta a través de su plataforma WhatsApp; las redes sociales más usadas —Facebook e Instagram— son también propiedad de Meta; otra compañía privada —Twitter— gestiona nuestras comunicaciones públicas; etc.

Es decir, ponemos a disposición de un puñado de grandes empresas una ingente cantidad de datos —mensajes, fotos, videos, archivos de sonido, documentos— que nosotros entendemos fundamentalmente como privados.

A través de las cookies, dejamos un rastro de nuestra navegación en Internet, que los navegadores —es decir, sus compañías propietarias— usan para diversos fines. Unos razonables como personalizar nuestras búsquedas, evitarnos búsquedas inútiles, aportarnos publicidad adaptada a nuestro historial o estudiar estadísticamente las tendencias de compra; y otros no tan razonables como elaborar perfiles personalizados.

Para empeorar las cosas, muchas aplicaciones gratuitas recopilan también nuestros datos de uso, de navegación o de ubicación y los transmiten a sus compañías propietarias. Empresas especializadas compran y venden estos datos sin informarnos ni pedirnos consentimiento. Los cuales pueden acabar en otras empresas, que podrían utilizarlos para, por ejemplo, evaluar el riesgo de darnos un crédito, o para decidir si nos contratan o no, o si sería o no rentable suscribir con ellas un seguro de salud. O, peor aún, podrían caer en manos de mafias dedicadas a la extorsión o al abuso sexual.

Los programas de inteligencia artificial se han sofisticado mucho y lo seguirán haciendo en el futuro. Son capaces de reconocer el lenguaje hablado, de extraer información semántica del lenguaje escrito, de reconocer formas en las imágenes y de reconocer las caras de las personas. Cuando subimos fotos a las redes sociales, o contestamos a las preguntas que nos piden demostrar que no somos un robot, estamos proporcionando datos de entrenamiento a dichos programas, que, gracias a ello, son cada vez más precisos. Como ejemplo de su potencia, recientemente el metro de Moscú posibilita, para acceder al servicio, que los usuarios se identifiquen mediante su cara, simplemente mirando a las cámaras instaladas en las estaciones. Da pavor pensar lo que puede hacer un estado autoritario con el poder de identificar sin su permiso a cualquier ciudadano en cualquier lugar.

Nuestro teléfono móvil es un eficiente espía que llevamos todo el tiempo encima; que sabe donde estamos en cada momento; lo que hablamos y escribimos; dónde y qué compramos; y por qué páginas navegamos. Y mucha de esta información fluye constantemente hacia empresas que son capaces de sacarle valor.

Debemos tomarnos en serio las nuevas amenazas a la privacidad que han surgido en los últimos años. Los avances tecnológicos nos procuran grados crecientes de progreso y bienestar, pero van indisolublemente ligados a nuevos peligros que debemos aprender a conjurar. La información es poder y hemos visto recientemente cómo se puede usar ese poder para condicionar unas elecciones o para desestabilizar un país. En último extremo, es la misma idea de democracia la que está en juego.

Cuando apareció el automóvil privado, había numerosos accidentes y atropellos debidos a la escasa regulación sobre su uso. Después de cien años, hemos elaborado sofisticadas normas de tráfico, nuestras calles y carreteras están salpicadas de abundante señalización y nuestras leyes penales nos protegen de los abusos en la utilización de estas maravillosas máquinas que, por otra parte, nos han permitido gozar de una enorme libertad.

Con los teléfonos móviles e Internet, en cambio, estamos apenas en su infancia y aún no hemos aprendido a usarlos, protegiendo al mismo tiempo nuestra privacidad. Tampoco las leyes existentes son de momento suficientes para proporcionarnos esa protección.

Serán necesarios más debates políticos sobre esta materia, que desemboquen en nuevas regulaciones, de forma que se aumente el control sobre la recopilación y el comercio ilícito de datos que hoy llevan a cabo numerosas empresas.